La sangre aún brillaba entre mis dedos y ya no podía distinguir el tamaño o el lugar de la herida. El quiebre de lo real me quemó en la espalda como si fueran azotes de razón, de la maldita razón que encarcela el alma y la presiona dejándola sin aire y sin sueños.
Las gotas rojizas no dejaban nunca de caer y parecía que tardaban horas en recorrer el espacio entre mi mano y la tierra ¿o era mi corazón el que detenía el tiempo?, ya no puedo recordarlo. Mis dudas habían sido aclaradas, pero la fantasmal herida ahora sangraba con más fuerza borrando de mí la alegría y la seguridad que tanto anhelaba. Maldita la hora en que te dejé libre. Maldito el animal que en su actuar instintivo y sin razón destruye nuestra realidad.
La respiración entrecortada raspaba en mi interior desgarrándome como si el elemento vital fuera ajeno a mi cuerpo. Mis ojos húmedos intentaron enfocar la única imagen que me mantiene con vida
tus ojos.