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Te vi alguna vez lejos, pero siempre te sentí cerca.
Yo apenas un niño. Tú una niña envejecida.
La injusticia se enamoró de ti y te atrincheró en penas.
Me hiciste muchas visitas, entre ellas recuerdo una en la que me sacaste a pasear por el parque.
Yo llevaba una cartera y nos dedicamos a recoger flores. Aquel verde, aquel sol, aquel parque, aquellas manos tuyas que ya no volveré a ver. Nunca más.
Cómo iba yo a saber que cada vez que venías a mi casa lo hacías huyendo de tu espejo, ese que algunos días te mostraba ojos morados y se empañaba con tus palabras. Esas que nadie quería escuchar.
Pasaban los años, la gente se iba alejando de ti, tu aspecto se iba debilitando. Pude ver como adelgazabas y como el contorno de tus ojos se poblaba de arrugas tristes, empezaste a tomar café y a dejar de dormir. La locura ya te había envuelto, eso me dicen. Yo continuaba en mi diminuto cuerpo presenciando como ibas muriendo y nadie te ayudaba. Nadie, y mucho menos tú misma.
Tu marido te siguió pegando, azotando fuertemente unos brazos que casi podían partirse. Fuiste demasiado débil. Tú, paradigma de sensibilidad.
Te robaron la confianza en ti, en tu mundo de cigarros mágicos y rizos espumados. Hasta que la niebla de ese mundo que parece solo yo podía ver, te tragó y desapareciste de mi. Tu último aliento, sin adios.
Ahora escuchando las canciones que me enseñaste me pregunto ¿existe la justicia? Dime tía, ¿existe la justicia?
Maldito pueblo, maldito maltratador, maldito yo, maldita la vida asesina que te regaló el destino.