Siguió el ritual de todas las noches antes de acostarse. Se cercioró de que la puerta estuviese cerrada con llave, la calefacción y las luces apagadas, y cerró la puerta de su cuarto.
Y ya en el baño, lo mismo que todas las noches: limpiar la cara con cuidado, darse el tónico, la crema de contorno de ojos, el sérum, la crema de noche
cada día la parafernalia constaba de más herramientas y duraba más. Sabía que la batalla estaba perdida de antemano, pero quizá con esos gestos las arrugas llegasen más despacio.
Y antes de meterse en la cama se tomó dos pastillas para dormir. Sólo lo hacía cuando él no estaba, y aun así sabía que no dormiría bien. La cama era tan grande para ella sola que se arrinconó en una esquina y se abrazó a una de las almohadas esperando que el sueño llegase. Y no tardó en hacerlo. Las pastillas cumplían siempre su cometido, al menos hasta las cuatro o cinco de la madrugada. Entonces, inevitablemente, siempre despertaba. Y al hacerlo extendía la mano esperando encontrar al lado su cálida presencia. Aunque estuviese dormido se acercaba a ella en sueños, la tocaba apenas y ella se calmaba y volvía a dormirse acurrucada en su calor. Pero esta noche, al extender la mano, la cama seguía vacía, y ya se despertó del todo.
La radio calmaba su ansia y la ayudaba a pasar las horas que la separaban de las ocho y media de la mañana. En ese momento marcaba un número de teléfono y sólo con escuchar su voz
sabía que todo estaba bien. Era otro día estupendo para compartir. Ya sólo quedaban diez u once horas para estar juntos de nuevo. Y la siguiente noche no temería despertarse a las cuatro, a las cinco o a las seis. Sabía que él estaría allí para dar calor a sus pies helados, pero sobre todo a su corazón, que también había estado helado durante demasiado tiempo; a veces pensaba que durante una vida entera.