Cartas de Amor En la Distancia
12
12 de octubre de 2011
por beth
Isabel dejó las cajas con ropa donde le indicó la anciana y se despidió de ella apresuradamente. Necesitaba tranquilizarse y meditar sobre la noticia que habÃa recibido. En lugar de entrar en el coche, aparcado al lado de la iglesia, echó a caminar por la calle paralela a la plaza, bordeada de álamos y por donde habÃa paseado a los catorce años con su primer amor. Sonrió al recordarlo. Nada volverÃa ya a ser tan inocente como en aquellos tiempos en que se abrÃa por vez primera al mundo y a la vida, con sus penas y alegrÃas. Se subió el cuello del abrigo y metió las manos en lo hondo de sus bolsillos. Caminar por aquellas calles familiares le ayudaba a pensar mejor y sobre todo a calmarse. Asà que VÃctor Medina habÃa sido el cura del pueblo. Era normal que su madre y él se conociesen e incluso tuviesen cierta relación, dado que la iglesia estaba al lado de la escuela y en aquella época era el cura quien daba las clases de religión a los niños. Pero, ¿era normal también que su madre conservase aquel enorme fajo de cartas, y escondidas? No las habÃa leÃdo, porque no habÃa tenido tiempo pero también porque le daba miedo encontrarse con algo que preferÃa ignorar. Ahora se daba cuenta de que quizá nunca habÃa conocido verdaderamente a su madre. O al menos no como mujer. Siempre habÃa pensado en ella como Mamá, que estaba presente continuamente en la vida de sus hijos, dando amor, consejos cuando se lo pedÃan, cuidados y comprensión. Pero, ¿ella qué habÃa sentido? ¿HabÃa sido feliz, habÃa añorado algo en su vida? Probablemente sÃ, pero en todo caso nunca habÃa hablado con ella ni con sus hermanos de sus carencias y sus penas, si es que las habÃa tenido. Ella sospechaba que sÃ, porque siempre recordaba a Mamá con una sonrisa en los labios, pero profundamente triste. Ojala hubiese sido más considerada con su madre y le hubiese preguntado cuando estaba viva más a menudo como se encontraba, si necesitaba algo. Mamá siempre estaba ahà para ayudar, para reconfortar, para dar ánimos y de vez en cuando lanzar alguna de sus pullas cargadas de ironÃa para que la persona en cuestión se pusiese en marcha y encauzase su vida. Pero, ¿de Mamá quien se ocupaba?
En eso iba pensando Isabel mientras conducÃa despacio, de vuelta a casa, por aquel camino que le era tan familiar que podrÃa hacerlo con los ojos cerrados. TenÃa que saber más cosas de la relación que su madre habÃa tenido con ese sacerdote y para ello nada mejor que leer las cartas que habÃa encontrado. Pero sabÃa que no serÃa capaz de hacerlo porque todo su ser se rebelaba contra la idea de violar la intimidad ajena. Era verdad que su madre estaba muerta, pero, ¿Y VÃctor Medina, el hombre que habÃa escrito esas cartas? Tal vez lo que deberÃa hacer era averiguar dónde estaba y devolverlas a su legÃtimo dueño. Si él quisiera contarle algo se lo agradecerÃa, pero consideraba que no tenÃa derecho a entrar en la vida privada de otra persona. Cuando tomó la decisión se encontró más ligera y animada. Pero cuando estaba entrando en la casa se preguntó cómo podrÃa enterarse del paradero del sacerdote. HacÃa ya muchos años que se habÃa ido del pueblo y además le daba reparo ir haciendo preguntas porque en los lugares pequeños la gente era muy malpensada y a veces hasta maledicente y no necesitaban argumentos para empañar la memoria de alguien fallecido. Mientras colgaba el abrigo en el perchero, una foto sobre el velador de la entrada le dio la solución. Eran su tÃa Esther y Mamá en el bautizo de Carlos, porque ella habÃa sido la madrina de su hermano. Si, si alguien sabÃa algo del pasado de su madre, esa era la TÃa Esther, porque ambas eran como hermanas. Mañana a primera hora la irÃa a ver, pero pensó que serÃa de buena educación llamarla antes. Su tÃa apenas salÃa ya de casa. Desde que se habÃa quedado viuda su enfermedad del corazón estaba peor y se agotaba solo de caminar unos pasos.
Esperó pacientemente hasta que la TÃa Esther le contestó y se sintió algo avergonzada cuando se dio cuenta de la alegrÃa que le habÃa dado al hablarle de su visita. Se dijo a sà misma que era una persona horrible por ir a verla ahora por su propia conveniencia cuando no la habÃa visto desde la muerte de Mamá.
Beth:
Amita, pienso que Isabel no ofenderÃa la memoria de su madre al leer esas cartas. Ella ya esta muerta.
No le harÃa ningun daño. Ojalá la tÃa Esther le cuente lo que quiere saber.
Un gusto leerte, amita.
Por favor en mi plato me pones las galletas que tanto me gustan.
Sergei.