Cartas de Amor En la Distancia
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24 de octubre de 2011
por beth
Cuando ya estaba sacando del horno la bandeja, con las manos protegidas por los viejos guantes de silicona de Mamá, Gabriel apareció en la cocina, apoyándose de manera indolente en el quicio de la puerta.
-Huele que alimenta. ¿Qué es?
-Lasaña de carne con espinacas, como a ti te gusta.
-Te has tomado muy en serio eso de que al corazón de los hombres se llega por el estómago, ¿verdad?
Ella se encogió de hombros, sin saber qué contestarle. Quizá era algo boba, porque después de cinco años todavÃa le resultaba difÃcil saber cuándo hablaba en broma y cuando en serio.
-¿Has leÃdo algo? ¿Qué te ha parecido?
-He leÃdo hasta la marca que tú dejaste, porque pensé que no era bueno avanzar más sin ti. Si te parece, mientras dejamos que esa lasaña se enfrÃe algo antes de que nos pele la lengua, puedo leer en voz alta un poco más. La verdad es que la historia que tu madre cuenta me ha llamado la atención, me parece de lo más interesante.
-Claro-tronó ella, enfadada. No es tu madre la que se lÃa con un cura; es normal que te parezca divertido; mientras que a mà lo que me parece es bastante asqueroso. Lee, lee si te vas a sentir mejor. Además, aunque me duela, yo tengo que ir hasta el final.
Y se sentó en una de las sillas de enea que habÃa visto en la cocina desde que podÃa recordar. Los cojines cambiaban de manera periódica, según el estado de ánimo de Mamá, y los dÃas en que ella estaba alegre eran dorados con florecitas escarlata, y cuando estaba un poco más melancólica, las sillas se ponÃan el traje malva desvaÃdo, con hojas de color verde manzana situadas estratégicamente, como si de verdad cayesen de algún árbol imaginario que hubiese echado sus raÃces en la cocina centenaria. Gabriel se sentó a su lado y empezó a leer con su voz lenta y pausada, con ese punto de caricia que a ella la volvÃa loca y que cuando estaban separados tanto anhelaba.
Me callé ante la información que me estaba dando. Él lo sabÃa casi todo de mi vida y conocÃa a mis hijos, a mis amigos e incluso habÃa visto alguna vez a mi marido, aunque pocas porque Leandro no frecuentaba demasiado la iglesia. Pero yo no sabÃa nada en absoluto de él, porque nunca hablaba de sà mismo, y la verdad es que yo tampoco habÃa preguntado. Siempre he pensado que cuando el de enfrente no cuenta, será porque no desea que se sepan sus cosas, asà que no tengo la mala costumbre de hurgar en las vidas ajenas.
-Asà que ahora que ya te he contado los motivos por los que vivo solo, como un ermitaño, cuéntame tú que tal van tus cosas. ¿Estás mejor en tu casa, con los tuyos?
Era una forma de hablar eufemÃstica, porque los problemas que tenÃa en mi casa; él sabÃa sobradamente que solo afectaban a mi relación con Leandro. Con mis hijos hace tiempo que habÃa firmado una especie de armisticio y mientras trajesen unas notas razonablemente buenas y su comportamiento estuviese dentro de las locuras normales de la adolescencia, yo me mantendrÃa vigilante pero fuera de sus vidas, como una especie de vigÃa en una atalaya. Y con mi madre, a pesar de todo, intentaba mantener una relación cordial. De momento vivÃa todavÃa sola, pero era cuestión de pocos años que tuviese que traerla a casa conmigo, antes de que su salud empeorase. Era Leandro quien me causaba más dolores de cabeza, o yo a él.
-Todo discurre por los cauces adecuados-le dije con voz que intenté que fuese neutra, sin asomo de sentimientos.
-La última vez que hablamos parecÃas muy angustiada-me recordó. Y yo maldije para mis adentros su buena memoria; para lo que le convenÃa, claro, porque en otras ocasiones no recordaba ni lo que habÃa hecho la hora anterior.
-Ya me conoces, a veces soy algo exagerada y tiendo a magnificar las cosas. Es normal que un matrimonio haya problemas; son muchas cosas que tener en cuenta, los hijos, el trabajo, la casa…en fin, que cuando hablamos la última vez me pillaste en un momento bajo y dije cosas de las que me arrepiento, y te pido perdón por haber descargado contigo mis frustraciones pasajeras.
Me miró a los ojos con profundidad, como leyendo no solo en los mÃos, sino en toda mi alma. Y no fui capaz de sostenerle la mirada; me entretuve, como una cobarde, en contar las baldosas entre su silla y la mÃa.
-No fue esa la sensación que tuve cuando hablamos, la de que magnificases nada. Yo creo que más bien te encontrabas al borde de la desesperación y tenÃas que hablar con alguien.
Gabriel se detuvo un momento para beber un sorbo de agua. Miró a Isabel y le preguntó si querÃa que siguiese leyendo. Ella asintió, sin decir nada, solo con la cabeza. No era capaz de reconocer en voz alta que querÃa saber más, sobre todo ahora que estaban entrando en la vida privada de sus padres, por la que tanto se habÃa preguntado.
Como Natalia no le contestaba y seguÃa con la mirada fija en el suelo, VÃctor la apremió, dándole una ligera palmadita en la mano. Ese contacto les erizó a los dos, a pesar de su inocencia y su ligereza, y el sacerdote la miró fijamente, dejando translucir en sus ojos mucho más de lo que hubiese deseado. Algo se le removió por dentro cuando se dio cuenta de que ella respondÃa a su mirada y a lo que ello implicaba; y sobre todo cuando apreció como la boca le temblaba como en una especie de tic involuntario. Ambos eran conscientes de que el aire estaba cargado de deseo, de palabras no dichas, incluso tal vez de reproches velados, de miedos y dudas.
-Habla, Natalia, di algo. No te quedes ahà callada, sentada al borde de la silla y mirándome como si te estuviese haciendo daño.
-Es asÃ, en cierto modo.
-¿Te hago daño? ¿De qué manera te hago daño? Sabes que me dejarÃa arrancar la piel a tiras antes de dañarte en nada. Sólo quiero ayudarte, protegerte, que estés bien en todo momento. Sólo si tú estás bien yo puedo tener paz. Pero no me digas que te hago daño.
Natalia se levantó de la silla y caminó hacia la ventana que daba a la plaza. Apartó un poco el visillo bordado, raÃdo ya en algunos sitios, y miró al viejo roble bajo cuya sombra se sentaban en verano los viejos a contar sus cuentos y a jugar a los dados. Ahora, en este sábado del mes de febrero, frÃo y ventoso, la plaza estaba desierta y vacÃa de risas, de niños, de juegos infantiles y de confidencias de novios que se ven a media tarde. Sólo una anciana con abrigo negro y bufanda arrastraba un perro casi tan viejo como ella. Los dos llevaban el mismo paso cansino y arrastrado de esos seres a los que les queda ya poco camino que recorrer. Natalia se fijó en la estampa de la pobre mujer con su perro y se dijo a sà misma que el tiempo pasaba rápido; ella tenÃa ya cuarenta años cumplidos y dos hijos que se estaban haciendo mayores. Pronto, antes de que se diese cuenta, serÃa como esa anciana triste y encorvada, esperando que llegase la Dama de la Guadaña para poner fin a su monotonÃa. No le asustaba la muerte; habÃa estado presente cuando su padre se fue y era un paso lógico hacia el destino final. Lo que le asustaba era no haber vivido. Siempre habÃa estado pendiente de lo que deseaban los demás: primero su madre con todas sus exigencias, luego Leandro y su manera especial de ver la vida, por último sus hijos y sus necesidades. ¿Y ella? ¿Y la Natalia mujer? Pensó que nadie la veÃa asÃ; era la hija, la esposa, la madre, la amigaÂ…Pero en su corazón habÃa ansias, deseos incumplidos, anhelos ocultos que nadie se molestaba en conocer. Él era la única persona que se habÃa molestado en preguntarle cómo se sentÃa y lo que necesitaba. El único hombre al que podÃa querer, el que le podÃa enseñar a amar de nuevo o quizá por vez primera con total intensidad era tal vez también el único que no podrÃa amarla como ella necesitaba, como requerÃa y como se merecÃa. Nunca podrÃa ser suyo; pertenecÃa a otra; a una mujer muy exigente, muy celosa, muy poderosa y a la que nunca podrÃa vencer. La Iglesia era una formidable adversaria contra la que no cabÃa hacerse un nuevo peinado, ni ponerse más escote o comprarse un vestido nuevo. No podÃa luchar contra una entidad, contra una manera de ver la vida, y menos todavÃa contra el sentido de la obligación y del deber de VÃctor. HabÃa hecho unos votos que para él eran sagrados y sabÃa que nunca los romperÃa. De repente, cuando se dio cuenta de que nunca podrÃa tener lo que tanto deseaba, Natalia sintió frÃo y una pena inmensa por sà misma, que la obligó a abrazarse ante la ventana, para mitigar los temblores que la sacudÃan. Sin darse cuenta apenas y sin que pudiese evitarlo, las lágrimas empezaron a empapar sus mejillas, cayendo mansamente por la barbilla hasta detenerse en la lana de su jersey, mojando su pecho como cuando daba de mamar a sus hijos, que siempre debÃa vigilar el estado de su ropa antes de salir a la calle.
Espera1092 lecturas, 5 comentarios
Al borde de la silla, me tienes.
Interesante historia!!