Cartas de Amor En la Distancia
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23 de noviembre de 2011
por beth
Al fin la extraña recepcionista la mandó pasar al despacho de Esteban Sande, que la recibió con obsequiosa amabilidad. Sin andarse por las ramas Isabel le preguntó cómo iba el tema de la venta de la casa.
-Pues hasta ahora lamento decirle que aunque la hemos enseñado unas cuantas veces, no hay ningún cliente en potencia. La casa gusta y hay varias personas que estarÃan interesadas, pero todos ellos se encuentran con serios problemas cuando llega la hora de la financiación.
-Ya-asintió ella. Supongo que era de esperar. Los bancos han cerrado el grifo y no hay casi nadie que disponga del dinero contante y sonante para la compra.
-Asà es, efectivamente. Con lo cual, habrá que tener paciencia. Yo creo que se venderá, pero quizá no con la rapidez que todos deseábamos.
Los dos se quedaron callados, sin saber muy bien cómo seguir la conversación. A Isabel no le gustaba aquel hombre, pero se lo habÃan recomendado en su oficina, y era consciente de que conocÃa bien su profesión, aunque como persona no le agradase. Y lo cierto era que no tenÃa motivos para ese desagrado, sino una inexplicable sensación cuando se lo presentaron de ligera repulsa. SabÃa que tenÃa bastante que ver con que le sudaban las manos, según comprobó en la presentación, y eso le daba mucho repelús. Sacudió la cabeza en un intento de desprenderse de esas estúpidas ideas que habÃa heredado de su madre, una verdadera especialista en filias y fobias desde el desconocimiento que le daba ver a alguien por primera vez. Sin embargo, lo raro era que pocas veces se equivocaba.
-¿Han pensado en bajar algo el precio?-le preguntó, sacándola de sus pensamientos.
-Pues la verdad es que tendrÃa que hablarlo con mis hermanos. No puedo decidir yo sola. De todos modos, ¿de cuánto estarÃamos hablando?
-Quizá un quince o un veinte por ciento serÃa un aliciente.
-Lo plantearé, y le llamaremos con lo que hayamos decidido-le contestó, levantándose y extendiendo su mano como despedida.
Cuando salió a la calle y mientras caminaba hasta el parking donde habÃa dejado su coche, iba pensando que le molestaba profundamente vender la casa de Mamá en una cantidad que ella consideraba irrisoria. Cierto es que la casa tenÃa sus años, quizá cerca de doscientos. Pero estaba sólidamente construida, con muros de piedra que resistirÃan un terremoto y una estructura sólida como ahora no se hacÃa. Y Mamá habÃa empleado mucho dinero en su mantenimiento, con lo cual se conservaba en perfecto estado. De camino a su casa iba pensando en la posibilidad de quedarse ella con la casa. TendrÃa que comprar su parte a cada uno de sus hermanos, y estaba dispuesta a hacerlo, aunque significase quedarse sin sus ahorros. Se dio cuenta de que en el fondo nunca quiso vender esa casa, porque serÃa como vender una parte de sà misma. Nada más entrar comprobó que Gabriel habÃa llegado; su abrigo y su bufanda estaban colgados en el recibidor. Le contarÃa lo que habÃa decidido.
Sin embargo, no lo hizo de inmediato, sino que esperó a que terminasen de cenar, cuando ya estaban sentados cómodamente en el salón, escuchando música de jazz.
-Hoy he hablado con la gente de la inmobiliaria sobre la venta de la casa de Mamá y la verdad es que lo vamos a tener difÃcil.
-Ya me imagino, no será sencillo vender ahora que todo el mundo quiere hacerlo.
-SÃ, ese es uno de los problemas, además de que los bancos no están por la labor de dar créditos a nadie.
-¿Y entonces?-le preguntó Gabriel, extendiéndole una taza de té.
Isabel bebió un sorbo antes de contestarle; no sabÃa cómo se tomarÃa su decisión.
-He pensado, aunque claro está que tengo que ponerme de acuerdo con mis hermanos, en quedarme con la casa.
-¿Quieres decir comprarla? –le preguntó Gabriel, un poco desconcertado.
-Pues sÃ, cariño, comprarla. Desde luego no se la voy a robar a Eulalia y a Carlos.
-Ya me lo imagino. Pero, ¿qué harÃas con ella? Tú ya tienes esta casa, ¿te irÃas a vivir allÃ?
Isabel se sintió desolada y algo molesta por la pregunta. Se daba cuenta perfectamente de que estaba hablándole de manera que él quedase al margen de la decisión, por más que su deseo hubiese sido incluirle. La extraña creencia de que nunca formarÃa parte por completo de su mundo se afianzó un poco más en su corazón. No supo qué contestarle o más bien qué tono adoptar. ¿DebÃa enfadarse, no darse por aludida, hacerse la tonta? Decidió que lo mejor era contestar de una manera neutra, dentro de lo posible.
-No, al menos de momento no me trasladarÃa a vivir allÃ. Me queda más cómoda esta casa debido a la cercanÃa al trabajo. Pero sà que me gustarÃa pasar más tiempo en el pueblo; podrÃa organizar el trabajo desde casa varios dÃas a la semana.
Él se quedó callado, dándole vueltas a la taza de té y mirando fijamente a un punto indeterminado de la ventana, a pesar de que era de noche y fuera sólo se atisbaba la débil luz de una farola al otro lado de la calle.
-¿Te parece mal?-le interrogó Isabel. Parece que te ha molestado mi decisión.
-No, desde luego que no-se encogió de hombros. Eres libre para tomar tus propias decisiones, y desde luego no debes de pensar en mà al hacerlo.
Se le encogió el corazón al escuchar aquellas palabras. ¿Por qué le hacÃa esto de nuevo? A veces le hablaba con tanta cortesÃa, rayana en el educado despego que se muestra a los desconocidos, que la hacÃa sentir terriblemente sola y apartada del mundo. Para esconder las lágrimas que estaban a punto de mojar sus mejillas, se levantó y llevó a la cocina las tazas vacÃas. Siempre era lo mismo con Gabriel; su última llamada de atención le habÃa mantenido atento durante un tiempo; pero ahora volvÃa de nuevo a mostrarse esquivo y despegado con ella, como si el compartir sus cosas y sentimientos fuese más una especie de obligación o un castigo que el placer que se le presupone a la gente enamorada. Mientras cargaba en el lavaplatos los cacharros de la cena pensaba que su vida giraba en torno a los estados de humor de ese hombre que se sentaba en el sillón de su sala pero cuyo corazón y sentimientos seguramente se hallaban muy lejos de allÃ. Quizá la culpa era suya porque esperaba demasiado de Gabriel y sencillamente él no se lo podÃa dar. Su problema era ser excesivamente sensible, esperar siempre de los demás tanto como ella daba. Muchas veces se habÃa sentido profundamente decepcionada, y esta era una de ellas. HabÃa entrado en su casa deseando compartir una decisión y se habÃa encontrado con despego y una actitud indolente, como si se lo contase al vecino de la esquina en lugar de hablarlo con quien consideraba el hombre de su vida. Dio un respingo al oÃr a Gabriel que le hablaba, apoyado en el quicio de la puerta.
-¿Nos vamos a la cama? Estoy deshecho de cansancio, y mañana me tengo que levantar media hora antes; he dejado demasiadas cosas pendientes y tengo que llegar pronto.
Se aclaró la garganta en espera de que su voz no dejase traslucir el miedo y la inseguridad que sentÃa.
-Vete tú antes, yo quiero dejar todo esto recogido y además no tengo sueño. Sólo harÃa dar vueltas en la cama y no te dejarÃa dormir.
Gabriel la miró de reojo y se marchó sin desearle siquiera buenas noches. Él también estaba molesto porque se barruntaba las cosas que a Isabel se le pasaban por la cabeza, y como no eran nada nuevo en su relación las inseguridades y las dudas, ya empezaba a sentirse agotado. No sabÃa de qué manera podrÃa darle a entender que si estaba a su lado era porque la querÃa; aunque quizá no supiese hacerlo como ella deseaba. Sin embargo, en un absurdo deseo de hacerla sufrir un poco más, se alejó de ella sin decir nada, dejándola sola con sus dudas y sentimientos encontrados. En lo hondo de su corazón se odiaba por estar actuando de esta manera con ella, pero cuando se dejaba llevar por esos pensamientos tan negativos, hacÃa que lo peor de él saliese a la luz. Odiaba sus inseguridades y sus miedos, le hacÃan sentirse miserable y molesto, como cuando era adolescente y su madre le revisaba continuamente los bolsillos o la mochila en busca de tabaco, de condones o de algún otro signo de oscura depravación que probase su inevitable camino a la perdición.