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Cartas de Amor En la Distancia 38

Isabel se quedó mirando la pantalla del ordenador como esperando la segunda venida del Mesías. ¿Qué podía hacer ante esta petición? Le sabía mal desairar a Maite, pero es que ella no tenía ni la más remota idea de lo que le estaba pidiendo; nada menos que conocer al hombre que había arruinado la vida de su madre. Una llamada del interfono vino a sacarla de su estupor. Era Cristina que le pedía que fuese al despacho del jefe. Se alisó la falda, se recompuso el pelo ante el espejito que guardaba en su bolso y se acercó al despacho de Álvaro Muñoz. No estaba nerviosa; era una especie de tío protector que la había adoptado profesionalmente y nada podía temer de él. Tocó a la puerta y sin esperar contestación, entró en el despacho. Eso era como viajar en el tiempo. Álvaro era de la vieja escuela y en ese habitáculo privado había mantenido las cosas como treinta años antes. Su mesa de despacho era de madera maciza, de teca, y con las patas talladas en intrincados dibujos vegetales; haciendo juego con un sillón tan robusto que debía de pesar media tonelada. Las lámparas, tanto las de pie como de sobremesa eran tipo Tiffany, y todavía usaba pluma para escribir y abrecartas como a principios del siglo pasado. Hasta que se posaba la vista en la pantalla del ordenador, uno podía pensar que le habían metido en una especie de barco a la deriva y le habían llevado a los años veinte o treinta.
-Hola, hija, ven que te de un beso. ¿Cómo estás?
-Muy bien Álvaro-le contestó mientras se acercaba a besar su mejilla. Le daba mucha pena ver como poco a poco se iba encogiendo y adelgazando. Todos sabían de su delicado estado de salud, pero nadie lo comentaba porque él deseaba seguir en la brecha todo el tiempo que pudiera. Dime, ¿ha pasado algo?
-No, querida, nada importante. Te he mandado llamar sólo para rogarte que ayudes a Maite. Sé que te ha pedido que lleves una documentación a un tío suyo que está en una residencia de ancianos. Y yo te ruego que lo hagas. No es solo por la documentación, es que ella ahora mismo tiene que poner sus cinco sentidos en la operación con el banco si quiere salvar su patrimonio; y está preocupada por el pobre anciano. Quiere que alguien de su confianza vea cómo está de verdad.
-¿Y se puede saber por qué ha pensado en mí? No conozco de nada a ese señor. ¿Qué le voy a decir?
-Nada en especial. Sólo visitarle, hacerle un ratito de compañía y contárselo luego a ella. Y te ha elegido a ti porque eres una persona especial, llena de gracia y de luz, y que sabrás darle a ese pobre viejo algo de paz, como me la das a mí cada día. Ya sabes lo que dice mi mujer, que si hubiésemos tenido una hija, sería como tú.
Isabel no fue capaz de negarse y al día siguiente estaba en camino hacia la casa de su madre; pero llevando en su maletín de trabajo los papeles que tenía que entregar a Víctor Medina. Estaba tan nerviosa que no había podido desayunar y en toda la noche no había pegado ojo. Aparcó el coche en el espacio destinado a visitantes y se encaminó a la puerta de entrada. Preguntó en la recepción y le dijeron que el Padre Víctor la esperaba en la sala reservada a los encuentros familiares. La amable muchacha la guió, y ella caminó indecisa, mostrándose arrepentida de no haberse arreglado más. Se había puesto simplemente unos pantalones vaqueros, botas altas y jersey de cuello vuelto. La coleta en que había recogido su pelo no le ayudaba a sentirse más segura de sí misma. Pero como ya no podía hacer nada, siguió caminando con la cabeza alta.
La recepcionista le abrió la puerta con una sonrisa, se hizo a un lado para que ella entrase, y se marchó discretamente. Se detuvo sólo unos segundos en el umbral; pero pensó que era absurdo retrasar el momento. La sala no era demasiado grande, y además los vetustos muebles oscuros la empequeñecían. Había una estufa de leña encendida y sentado en un sillón orejero se acomodaba un anciano de pelo completamente blanco, delgado hasta la extenuación y que se aferraba con manos temblorosas a un bastón. Al ver que ella entraba se puso las gafas que descansaban en un velador al lado del sillón e hizo ademán de levantarse trabajosamente. Isabel se lo impidió poniendo una mano suavemente en su antebrazo.
-No, por favor; quédese sentado. Yo me acomodaré aquí a su lado.
-Disculpe que me ponga las gafas, jovencita, pero mi vista cada día es peor, y sin la ayuda de estos cristales, ni la vería.
-No se preocupe. La necesidad nunca es descortesía.
El anciano la miró despacio, entornando sus ojos cansados; y para sorpresa de Isabel, vio que había lágrimas en ellos.
-Me alegro de haberme puesto las gafas porque me ha servido para recordar a una persona a quien he querido mucho; más que a mi vida.

Ella sonrió tontamente ante este comentario. ¿Qué podía decirle? Era imposible que le contestase que sabía sobradamente de lo que estaba hablando. Pero a pesar de que había ido a verle mal predispuesta y con la idea de que se encontraría con una especie de monstruo perverso, algo así como un hipnotizador de mujeres de mediana edad para su goce y disfrute personal; lo cierto es que apenas se había sentado a su lado descubrió que todos los nervios y la desazón que traía consigo de estaban disipando como por ensalmo. ¿Qué emanaba de este anciano tembloroso que respiraba trabajosamente y que la miraba con los ojos entornados? No lo sabía a ciencia cierta pero en todo caso a ella le hacía sentirse bien estar sentada a su lado, casi rozándose.
-Perdóneme el atrevimiento. Ni siquiera me he presentado. Soy Víctor Medina-le dijo alargando la mano para estrechar la suya. Isabel se estremeció a su contacto. Era cálida y con la sequedad propia de los años, pero agradable. Hizo que se relajara y que fuese capaz de sonreírle. Y ante su mirada un tanto insistente se dio cuenta de que estaba faltando a las mínimas normas de la cortesía más elemental. Él se había presentado, a pesar de que no era necesario, porque ya sabía quién era, sólo para dar lugar a que ella hiciese lo propio.
-Mi nombre es Isabel Dávila-dijo, un tanto confusa-y vengo de parte de Maite, su sobrina. Ella me encarga que le traiga estos documentos para que los firme.
Le alargó el sobre con los papeles, que él tomó en sus manos temblorosas. Y de repente, sin saber por qué lo hacía, Isabel le propuso que los leyese con calma y que ella los recogería al día siguiente. Víctor se lo agradeció con una sonrisa.
-Debe perdonar lo que le he dicho antes. Con la edad uno se vuelve atrevido y pierde la idea de lo que es correcto y lo que no. Pero es que se parece usted tanto a esa persona.
-Quizá una hermana suya, su madre…-aventuró Isabel con bastante mala idea.
Él sonrió de nuevo, esta vez como un niño pequeño que ha hecho una travesura y sabe que le acaban de descubrir, pero no le castigarán.
-Es usted, bueno tú, si me permites que te tutee-se detuvo, esperando su asentimiento-muy lista. Se supone que un sacerdote no puede haber estado enamorado de una mujer, ¿no es así?
-No lo sé-le respondió ella, sonriendo a su vez. Dígamelo usted. Afortunadamente yo no he hecho votos de nada.
-Pues verás, niña-le dijo aferrando su bastón con las dos manos-y permíteme que te llame así porque tengo edad para ser tu padre; los votos se hacen con la mejor de las voluntades, pero a veces se falta a ellos. Yo lo hice sólo una vez en mi vida.
-¿Y está arrepentido?-se atrevió a preguntar
-Creo que no. En todo caso puede que esté arrepentido de no haberlo repetido; visto desde la sabiduría que me dan los años. Pero en aquel momento hice lo que tenía que hacer.
-Pero no colgó los hábitos, por decirlo de algún modo.
-No, sigo siendo sacerdote. A pesar de haber faltado a mis votos, nunca renegué de mi fe.
-O tal vez no quisiese a esa mujer lo suficiente.
Al oírla hablar sus ojos se llenaron de nuevo de lágrimas; como si no pudiese esconder sus sentimientos o quizá no quisiese hacerlo.
-Claro que la quería; te lo he dicho cuando te vi de cerca. La quería más que a mi vida, más que a nada en el mundo.
-Pero no más que a Dios.
Él se rió sin ganas, con una risa ronca que le hizo toser; con una risa que era como una herida abierta al dolor.
-De eso mismo me acusaba ella también. Nunca se callaba lo que pensaba y me reprochó muchas veces que no fuese lo suficientemente valiente para romper con todo.
-¿Y no lo era? Valiente, quiero decir.
-No lo sé, hija mía, nunca me lo he preguntado. ¿Qué es ser valiente? Yo no sé si lo fui. Quizá no. Pero también para seguir viviendo cada día y cumpliendo promesas, haciendo lo que se espera de uno aún con el corazón hecho pedazos, hay que ser valiente. En todo caso, ya no tiene remedio.
Isabel, a su pesar y sintiéndose como Judas, le hizo la pregunta.
-¿Y qué ha sido de esa mujer? ¿Se siguen viendo?
-Hace ya casi un año que no sé nada de ella. Y ahora que estoy seguro de que me queda poco tiempo, quisiera morirme sabiendo que está bien. Tenía hijos; así que supongo que no le faltará nada en su vejez. Pero lo daría todo por saberla bien y a salvo.
Beth07 de enero de 2012

9 Comentarios

  • Singeringen

    Exelente relato, de verdad merece la pena leerlo. No se porque los escritores y lectores de este sitio web no dejan comentarios. La felicito y espero que sigan ilustrandonos con sus escritos.

    07/01/12 11:01

  • Singeringen

    Exelente relato, de verdad merece la pena leerlo. No se porque los escritores y lectores de este sitio web no dejan comentarios. La felicito y espero que sigan ilustrandonos con sus escritos.

    07/01/12 11:01

  • Beth

    Muchas gracias por los comentarios y por haberlo leído. Forma parte de una novela en ciernes. Si, suelen dejarme los lectores muchos amables comentarios que sin duda no me merezco, pero me imagino que la resaca navideña y que estemos en fin de semana hace que todos estemos un poco más perdidos.

    Saludos cordiales

    08/01/12 12:01

  • Buitrago

    Barbaro amiga, genialy si, mereces los amables comentarios
    Un beso

    Antonio

    08/01/12 12:01

  • Beth

    Gracias Antonio, por muchas cosas, sobre todo por ser una presencia constante. Un beso

    08/01/12 08:01

  • Laredaccion

    Vaya...,con qué naturalidad el páter se ha confesado a Isabel, vaya, vaya, ¿será una cuestión de genes?...
    Un capítulo muy bonito y logrado, combustible nuevo para el relato que mantiene el interés.
    Besos.

    14/01/12 01:01

  • Beth

    Es que el pobre Páter está mayor, sabe que le quedan dos telediarios y digo yo que estará cansado de oír tantas confesiones de beatas y ha decidido ponerse del otro lado.

    14/01/12 11:01

  • Serge

    Beth:
    Amita, que situación más embarazosa. Isabel habra tenido que controlarse con todas sus fuerzas para no reclamarle todo de una vez y de frente. Ella siempre ha sido muy impulsiva.

    Un gusto leerte.

    Sergei.

    20/01/12 04:01

  • Beth

    Supongo que Isabel, Alteza, tendrá que ir aprendiendo, como todos los hemos hecho, el bendito don de la paciencia. No se, pero me parece que la necesitará y mucho...

    20/01/12 06:01

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