Ella le amaba.
¿Cómo no haber amado
esos ojos oscuros que por
la noche se derramaban
en los suyos?
Le amaba en silencio
y a gritos; se lo decía
en cada palabra,
en cada uno de
sus escritos.
Amaba sus manos,
su voz, su risa.
A veces le amaba tanto
que le dolía su ausencia,
y era entonces cuando
se refugiaba en la poesía,
buscando lo que siempre
les unía.
Él era su amante, su amor,
quien mejor la comprendía.
Le había devuelto la risa
y la ilusión de sentirse querida.
Le amaba tanto que a veces
se prometía olvidar viejas pesadillas
y volver a estudiar esos problemas de Física
que le quitaban el sueño
cuando apenas era una niña.
Amaba cada gesto, cada entrega,
cada línea de su boca; amaba
hasta su sombra,
que para ella era algo más,
quizá una promesa, puede
que la Verdad.
Y al no saber cómo decírselo,
quizá por eso, le escribía poemas,
paría poesía y se la entregaba
como una ofrenda viva.