La Real Orden de Las
Perdularias 17
por beth
No le contesté y me volví hacia nuestra recién encontrada Anastasia, que nos miraba a todas fijamente y callaba, como filmándolo todo, pero sin hablar. Eso era lo que más miedo me daba, someterme a su escrutinio. No me importaba demasiado que mis hermanas perdularias supieran cosas de mi vida; al fin y al cabo habíamos compartido ya casi todo lo imaginable. Pero que esta amazona de aspecto leonino estuviese enterada de mis recién estrenados escarceos amorosos me producía una especie de sarpullido, como cuando la madre se empeña en ser amiga de la hija y decide irse con ella y sus amigas de juerga. No, cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa, como decía mi abuela. Intenté echar balones fuera y emplear los recursos que tenía más a mano.
-Bueno, ¿nadie se anima a comprar una de esas cosas que parecen proyectiles? Confieso que me dan algo de respeto-musité, tocando uno de ellos de color rosa chicle con la punta de los dedos, como si fuese a morderme.
Claudia me miró de reojo y sonrió, tapándose la boca con la mano, como una niña cogida en falta.
-A mí esos no me dicen nada. Creo que me llevaré éste, que lleva pilas-dijo Leticia.
Se encogió de hombros al ver que todas la mirábamos pero sin hablar.
-Es por comodidad. Vamos, que no es necesario hacer la mayonesa a mano si tienes una batidora-se justificó.
Leo empezó a reírse con una risa floja al principio, y luego con francas carcajadas, y poco a poco todas la fueron imitando.
-Di que si, eres la más genuina de todas, mi niña. Que Dios bendiga la inocencia. Todas pensamos parecido pero nadie se ha atrevido a decirlo.
-Bueno, yo desde luego no-rebatió Luisa Fernanda con cara avinagrada. Ni siquiera me he parado a mirar esas guarradas.
-Pues las ha traído tu prima, rica-le dije yo, harta ya de tanta santurronería.
No me respondió nada. Se limitó a mirarme de reojo, envolviéndose en el chal gris perla que llevaba sobre los hombros. Era curioso como cada una de nosotras nos afianzábamos con distintas prendas de ropa. Yo era la reina de los zapatos; los tenía de todas las formas y colores y en broma alguna vez Laura me había llamado Imelda. A ella en cambio le encantaban los sombreros y todos le sentaban bien; hasta los más extraños, para envidia mía, que era demasiado bajita y mi cabeza muy pequeña, con lo cual siempre acababa pareciendo una seta trasplantada. A Leo le gustaban los chalecos y a Sara Patricia las pulseras, pendientes y abalorios. Leticia nunca salía de casa sin algún cinturón vistoso y Claudia
pobrecilla, hasta ahora todavía no había reunido el suficiente valor para ser ella misma. Pero si algo en el mundo le encantaba a Luisa Fernanda eran los chales y mantones. Hasta uno de Manila tenía y según su humor se arrebujaba en ellos con más o menos brío.
-Pero bueno, no me digáis que nunca habíais visto estas cosas-nos acusó Anastasia con mal disimulado desprecio. Aunque la acababa prácticamente de conocer, no era difícil saber cual era su debilidad en cuestión de trapos: vestirse de buscona barata.
-Igual es que a nosotras no nos hacen falta sucedáneos porque nos sobran los hombres-fanfarroneó Leo, siempre en su papel de matona de barrio. Quien no conociese su tierno corazón como yo se asustaría al verla y oírla. Pero creo que para nuestra desgracia Anastasia tampoco era de las que se asustaba fácilmente. Que Dios me diese paciencia o me llevase pronto a su vera.
Al día siguiente, viernes, era cuando debía encontrarme con Alexander y sería necio decir que no estaba nerviosa. A tanto llegaba mi inquietud que dejé todo preparado para no tener que ir al despacho aquella mañana; así tendría más tiempo para hacer la maleta y para convencerme a mi misma de que todo iría bien. Nada más llegar a casa me preparé un buen baño con esencia de vainilla, encendí un par de velas y puse música de violín, que era lo que siempre me ayudaba a relajarme. Pero como la tostada siempre se cae del lado de la mantequilla, empezó a sonar primero el teléfono y a los cinco minutos el móvil, que había dejado dentro del bolso, en el mueble de la entrada. Eso bastó para que la tranquilidad me abandonase. Quien llamaba era alguien cercano, porque pocas personas tenían mi número de móvil. Pensé en mi madre, si le habría pasado algo; y luego en mis hijos, que pisaban siempre el acelerador del coche como si llevasen cola en el zapato. Ya no fui capaz de seguir en el cálido abrazo que me proporcionaba el agua caliente, cual un claustro materno perfumado. Me puse el albornoz y fui descalza, dejando la marca de mis pies mojados en el suelo, a ver quien me había llamado. Me sentí aliviada y enfadada a la vez cuando descubrí que la llamada era de Claudia. Sentí la tentación de no hacer caso, pero me dije a mi misma que algo había pasado para que una chica tan tímida y apocada me llamase a las once de la noche. Me contestó enseguida, como si estuviese esperando con el teléfono en la mano.
-¿Ha pasado algo?-le pregunté, preocupada.
-No, claro que no. ¿Qué iba a pasar?
-Mujer, pues no me parece normal que me llames a estas horas cuando acabamos de estar juntas.
Hubo un silencio en el otro lado, y me la imaginé mordiéndose los labios, como solía hacer cuando estaba nerviosa.
-Ya, perdona, es tarde, lo se. Es que no me acordé de decírtelo cuando estuvimos en la casa de Leticia.
Me impacienté al pensar que había salido de mi relajante baño para nada y la apremié con algo de brusquedad para que siguiese hablando.
-Simplemente quería saber quien te va a llevar mañana al aeropuerto.
-Pensaba pedir un taxi; me sale más barato que dejar mi coche en el parking.
-Yo podría pasar a recogerte a la hora que me digas.
Me quedé sorprendida y avergonzada a la vez. Esta pobre niña me llamaba para hacerme un favor y yo me enfadaba con ella.
-Pues
si quieres. La verdad es que me vendría bien; me pone nerviosa pensar que pueda llegar tarde porque el taxista sea poco formal y se retrase. ¿Puedes venir a las diez?
-Como un clavo, ahí estaré.
Nos despedimos y me fui a la cama con algo de remordimiento. Eso era muy propio de mí, siempre acababa por encontrar algún motivo para sentirme culpable. No sé si se debía a la educación que nos inculcaban en la infancia o a que por genética solía sentirme mal por todo lo que pasaba a mi alrededor, por sistema. De todos modos, daba igual, ya me moría con la sensación de culpabilidad siempre a la espalda.
Dormí poco aquella noche; me pasé casi todo el tiempo dando vueltas y aporreando la almohada esperando encontrar la postura cómoda que me permitiese conciliar el sueño. Le había pedido a Alexander que no me llamase, y él, siempre obediente, me había hecho caso. Lo único que hizo fue enviarme un correo electrónico diciéndome que como llegaba antes, me recogería en el aeropuerto. Me deseaba feliz vuelo. A veces he de reconocer que me incordiaba esa manera de ser suya, tan cortés, tan educado
me daba la sensación de que con tanta cortesía me alejaba de su vida. Le di una patada al cojín que tenía al lado y otro porrazo a la almohada; enfadada conmigo misma por estar siempre inventándome películas y motivos para preocuparme.