La Real Orden de Las
Perdularias 18
28 de abril de 2012
por beth
A la mañana siguiente a las diez en punto Claudia estaba esperándome en la calle con su reluciente Mini amarillo y una sonrisa pintada en su cara de niña inocente. Había aprendido a vestirse de colores y ya no parecía una refugiada de guerra, sino más bien una muñeca encantadora a la espera de que alguien la sacase del escaparate y la llevase a dar un paseo. Le sonreí y quizá para hacerme perdonar mi poca paciencia de ayer le di un estrecho abrazo. Nos pusimos en marcha hacia el aeropuerto y aunque fuimos hablando de temas sin importancia, me pareció ver en sus ojos un brillo inusitado.
-¿Hay algo que quieras contarme?-le pregunté mientras aparcaba en una limpia maniobra que a mi me costaría media hora realizar y varias abolladuras.
Enrojeció violentamente y no dijo nada, aprovechando el momento de sacar mi equipaje y cerrar el coche. Yo la dejé hacer mientras nos encaminábamos a la terminal de salidas y me ponía a la cola en el mostrador de facturación. Pero como habíamos llegado con mucha antelación el trámite fue corto, solo había un pasajero antes que yo. Con la tarjeta de embarque en la mano y libre ya de la maleta, la tomé del brazo y la empujé ligeramente hacia la cafetería.
-Es temprano, así que vamos a desayunar.
-Ya he desayunado-me contestó.
-Yo también, pero desayunaremos por segunda vez.
Pedí zumo y café con tostadas para las dos y tomándola de la barbilla le obligué a que me mirase de frente, porque se hacía la distraída, con la mirada perdida en el kiosko de revistas que teníamos a la derecha.
-Ahora me vas a contar que es lo que te preocupa. Al fin y al cabo, lo de traerme al aeropuerto no ha sido más que una excusa y ambas lo sabemos desde ayer.
-Quería acompañarte, de verdad-musitó, enrojeciendo de nuevo.
-No lo dudo, Claudia. Pero además de eso te mueres por contarme algo y no te atreves. Pues desembucha de una vez. Tengo ya muchos años para asombrarme de nada.
Desde que nos sentamos no había dejado de darle vueltas a un anillo, una especie de solitario que llevaba en su mano izquierda y que yo no le conocía antes. Era poco dada a las joyas, ni siquiera solía llevar bisutería, y aquel anillo, si no me equivocaba, era caro. Llevaba un pequeño diamante.
-Niña, no tengo todo el día. Mi avión sale en una hora. ¿Me lo vas a contar o tendré que torturarte?
Tragó saliva varias veces y siguió dándole vueltas al anillo, como si el tocar la piedra le diese tranquilidad.
-Me he enamorado-confesó, con la cabeza gacha.
-Bueno, pues estupendo, ¿qué hay de malo en eso? No hace falta que te avergüences. ¿Quién es ella?
-Se llama Nuria.
-¿La conozco?
-No, no lo creo.
Dudó. Y yo me quedé callada, no le metí prisa porque sospechaba que las cosas no eran sencillas y detrás de ese enamoramiento había algo que la preocupaba mucho. Pero como pasaron más de cinco minutos y seguía sin decir nada, decidí ayudarla.
-¿Qué es lo que pasa? ¿Ella no lo sabe? ¿O es que no te quiere?
-Si, lo sabe, y me quiere, creo. El problema es
que tiene más años que yo.
-Para el amor no hay edades. ¿Qué importan cinco o diez años?
-Son más
Empecé a ponerme nerviosa, aunque intentase darle apariencia de tranquilidad.
-¿Cuántos más?
-Ella tiene cincuenta y tres.
Ahora fui yo quien tragó saliva; sentí que me ahogaba, que no me llegaba el aire a los pulmones. Dios mío, Claudia tenía veintiséis.
-Pero hay más
-Si me dices que es monja, te cruzo la cara-la amenacé.
-No, no es monja. Pero está casada, y es la madre de mi mejor amiga.
-La Virgen y todo el coro celestial-murmuré.
Llamé al camarero y le pedí una copa de chinchón. No me gustan los licores y el anís menos, pero necesitaba un chute de algo para recuperar la conciencia y ser capaz de contestarle algo coherente, y sobre todo de reunir las fuerzas necesarias para subir a ese avión. Alexander me esperaba
No sabía qué decirle, pero algo tenía que hacer porque ahora que me lo había contado me miraba con sus ojos color miel abiertos de par en par, sin pestañear apenas, como esperando una sentencia. Y yo no quería juzgarla, no podía juzgarla ni era nadie para hacerlo. ¿Quién dice lo que está bien y lo que está mal? ¿Quién tiene la llave que abre la puerta de la coherencia y la rectitud?
-Te parece mal-aventuró ella.
Le cogí la mano por encima de la mesa. La suya estaba fría y era muy pequeña, como la de una niña.
-No, no me parece mal, ni bien-añadí, y se quedó mirándome todavía más confusa que antes.
Tomé un sorbito de licor e intenté infundirme ánimos a mi misma y convencerme de que podía ayudarla.
-Verás-empecé a hablar, con la voz algo temblorosa-no hay reglas escritas sobre lo que es o no correcto en el amor. Aquí, en tu situación, hay varias cuestiones a tener en cuenta. La primera de ellas es la diferencia de edad.
-Me acabas de decir que en el amor no hay edades.
-Y es cierto-dije, maldiciéndome por hacer frases hechas y sin sentido. Pero en este caso ella te dobla en años, y está casada, o eso he entendido.
-Si, está casada. Pero ¿cuántas parejas hay que están casadas y se entienden con otras personas?
Vaya con la niña inocente, me estaba saliendo respondona y al parecer tenía mucho interés en defender sus ideas.
-Eso es verdad, y no es una cosa que yo condene o justifique. Allá cada cual. Pero además, y esto me parece lo más importante, es la madre de tu mejor amiga. ¿Cómo crees que se lo tomará ella? ¿Y tu
novia, amiga, lo que sea? ¿Será capaz de seguir hasta el final? Porque a mi en todo esto lo único que me importa eres tú, tu bienestar. No quiero que nadie te haga daño.
-Nuria me quiere, nunca me haría daño.
-Ay, hija, eres de un inocente que asusta. Precisamente las personas que más nos quieren son las que tienen la posibilidad de dañarnos más, aunque no lo hagan con intención.
Y no se por qué, al decir esto, pensé en Alexander; aunque al momento arrojé el pensamiento fuera, como se tira a la papelera un pañuelo usado. Bonita manera de emprender un viaje para encontrarme con él
¿Por qué siempre en mi vida las cosas se me complicaban por causas totalmente ajenas y me veía envuelta en situaciones surrealistas? Sacudí la cabeza para dejar fuera los pensamientos negativos y volví al presente, a esta cafetería de aeropuerto donde una niña estaba esperando que le diese la solución a sus problemas. Ojala pudiese
Por otra parte, estaban llamando para embarcar. Las dos nos pusimos en pie y la abracé con fuerza.
-Bueno, no te preocupes demasiado. Pensaré en todo lo que me has contado y a mi vuelta hablaremos con más detenimiento. Puede que me la quieras presentar
-¿A Nuria?
-Si, ¿por qué no? Bueno, piénsalo y coméntalo con ella, también hay que saber si quiere conocerme.
Le dije adiós con la mano antes de pasar por la humillación de que me cacheasen en el control. No se por qué siempre me toca a mi si dicen que es una cosa aleatoria; lástima que no suceda igual con la lotería. La mujer policía, que me sacaba una cabeza y era el doble de ancha que yo, me miró con cierto desprecio y me mandó con un gesto que siguiese. Parecía decepcionada por no haber encontrado granadas de mano ajustadas a la cintura o un cuchillo en mis medias. Después de diez minutos empleados en recoger todas mis cosas, calzarme de nuevo, porque mis botas altas pitaban como locas en el arco de seguridad, y recolocarme de nuevo, entregué mi tarjeta de embarque a una azafata malhumorada que no contestó a mi saludo. Cuando me senté en el asiento que me correspondía, que como de costumbre era sobre el ala, donde más miedo me da sentarme, ya estaba agotada. Y peor
me sentía hasta sudorosa. Me pasé la mano por el pelo en un intento de calmarme. Sólo faltaría que me presentase de nuevo ante Alexander con olor a sobaquillo. Disimuladamente me olisqueé, pero no olía a nada más que ligeramente a vainilla, mi perfume de siempre. Menos mal, un problema menos. Aunque la verdad es que él me había conocido ya de la peor manera; tirada en el suelo a sus pies, como una colilla. No es que ese recuerdo mejorase demasiado mi autoestima en ese momento. Saqué del bolso el espejito que siempre llevo para recomponer desaguisados y me di un repaso; tenía ojeras, como de costumbre, y cara de cansada. ¿Qué hacían en las películas las mujeres de mi edad para parecer siempre de treinta años? Volví a pintarme los labios, a pesar de la mirada burlona de un jovenzuelo que se sentaba a mi lado, con edad para ser mi hijo, pero el descaro de un hombre adulto. Le devolví una mirada que esperaba que fuese despreciativa y de advertencia: no me toques las narices niñato, que te hago un nudo en la lengua y te la pongo de corbata. Supongo que hizo efecto, porque dejó de mirarme y dedicó su atención a la revista del avión, a falta de otra cosa mejor, supongo.