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La Real Orden de Las Perdularias 46

Las bofetadas y hasta palizas con que la vida nos obsequia casi siempre son para bien. Sé que esto suena un tanto raro y hasta a sermón dominical; pero es verdad, y en mis propias carnes he tenido ocasión de comprobarlo. Soy mejor persona desde que he sufrido; sobre todo porque el dolor me ha dado la suficiente grandeza de espíritu para no juzgar nunca a los demás. Y pienso que eso mismo le ha ocurrido a Luisa Fernanda. Antes de lo ocurrido con su esposo siempre estaba dispuesta a blandir el puñal ante cualquier cosa que se saliese de lo que ella consideraba normal. Y durante ese fin de semana nos acercamos de una manera que nunca pensé que fuese posible. Le conté mis más íntimos anhelos y miedos y ella me entendió y me consoló. Quizá el darse cuenta de que yo era tremendamente vulnerable le sirvió también para entender la terapia tan fuera de lo común que le había impuesto, sin tener derecho a ello. Cuando la noche del domingo la dejé en su casa, me dio un abrazo apretado y me miró profundamente a los ojos. Fueron las gracias mejor dadas que nunca he recibido. Y eso me reconcilió con el mundo, y hasta un poco con Alexander. Cuando vi que me había enviado diez correos entre el sábado y el domingo decidí contestarle; sólo para hacerle saber que estaba bien pero que necesitaba tomarme un tiempo para pensar y poner en orden mis ideas. Era más de lo que habría podido hacer simplemente tres o cuatro días antes.
Los lunes para mi nunca son tristes, todo lo contrario. Los malos días, los que me llenan de miedos y atan a mi alma una extraña melancolía que a veces hasta me hace pensar en lo agradable que debe ser desaparecer, son los domingos. Pero cuando llega el lunes todo va bien, porque de nuevo entramos en la rutina, en el trabajo, en las cosas que conozco y que controlo; donde nada puede salir mal porque yo manejo los hilos. Por eso me levanté aquel lunes llena de energía y contenta de empezar una nueva semana. Cuando abrí la ventana de mi cuarto un débil sol tempranero se me coló y sacó destellos a la madera del suelo. El frío todavía no se había ido; pero había luz, y por eso me puse un vestido de color vainilla, quizá algo impropio todavía de la estación; y encima una gabardina roja que me reconciliaba con el mundo y sobre todo y más importante, conmigo misma.
Pasé un día muy agradable en el trabajo y volví a casa agradablemente cansada, que es más de lo que podía decir en los últimos días. Cuando salí de la ducha mis planes inmediatos eran tomarme una ensalada, anestesiarme con alguna serie sobre asesinatos en la televisión, porque no hay nada como algo de sangre para conciliar el sueño, y dormir diez horas. Por eso me sentó tan mal oír el timbre, y el de la puerta, no del portal de entrada, lo cual quería decir que alguno de los vecinos se había dejado de nuevo abierto el enorme portalón que se supone que nos aislaba de los peligros de la calle.
Me quedé totalmente sorprendida cuando abrí y en el umbral me encontré con Alexander, con su cara de curita apesadumbrado y su sempiterna mochila de cuero a la espalda.
-¿Qué haces aquí?-le pregunté de malos modos.
-He venido a verte y por cierto reventado del viaje. ¿Puedo pasar?
No le contesté, pero me hice a un lado para que entrase.
-¿Has cenado?
-No, si quieres tú ofrecerme algo.
-No voy a ponerme a cocinar a estas horas, pero ha quedado algo de ensalada de mi cena y si quieres puedo hacerte un bocadillo de pavo.
Asintió con la cabeza mientras se sentaba en mi mecedora de la cocina, sin que yo le hubiese invitado a hacerlo, por cierto. Estaba enfadada con él y así se lo hacía sentir, cerrando las puertas de la nevera y de los armarios de la cocina con más fuerza de la necesaria y poniéndole delante los platos como si le estuviese ametrallando. Él, con su estúpido autocontrol, no se daba por aludido y me hablaba como si estuviésemos a partir un piñón. Comió con buen apetito y cuando me levantaba para ponerle una infusión me tomó de la muñeca y me obligó a que me acercase a él. Pegó su boca en mi oído y me dijo unas palabras que no entendí, pero que me llegaron directas al corazón, porque lo importante no es lo que se dice, sino el tono en que se dice y lo que los ojos nos transmiten. Y los suyos irradiaban amor.
- Meine Liebe, Sie sind das wichtigste in meinem Leben und ich hoffe, dass wir für immer zusammen
-No sé que diablos me has dicho, asqueroso cabronazo, pero yo también-le dije, abrazándole.
Se echó a reír y nos fuimos a la cama; ambos estábamos muy cansados, sobre todo de la soledad y la tristeza que de vez en cuando invadía nuestras vidas.
Estuvimos juntos dos días y supongo que no arreglamos del todo nuestros problemas, porque la verdad es que cada vez que yo quería hablar y aclarar las cosas, él tenía un plan preparado: ir a comer, a cenar, salir a buscar libros raros, conocer no sé qué monumento…Al final, como siempre me solía pasar, me dejaba llevar por su cara de niño bueno y necesitado de cariño y le bastaba mirarme con ojos de carnero degollado para que me olvidase de todos mis propósitos. Nos despedimos tan solo por una semana. Habíamos quedado en vernos en un hotel costero a medio camino entre nuestras respectivas ciudades para pasar el próximo puente con los niños. ¿En qué me estaba metiendo? Si tuviese que ser de todo sincera, tendría que reconocer, al menos ante mi misma, que tenía ganas de ver a los mellizos. A Rodolfo desde luego; necesitaba que alguien inocente me abrazase y me dijese que me quería. Y a Flavia…también. Era mi reto; tenía que conseguir que me aceptase aunque fuese lo último que hacía en la vida. Mi padre tenía razón cuando decía que era tan terca como una mula.
Al recordar a mi padre también me vino a la mente aquella historia de su amante y el detalle sin importancia de que a mis casi cincuenta años tenía una hermana. Sin detenerme a pensarlo, porque si no me arrepentiría, me fui a ver a mi madre.
-¿Estoy gravemente enferma y no lo sé?-me preguntó cuando nos sentamos en el patio trasero. Hacía un tiempo estupendo aunque apenas estuviésemos a mediados de abril.
-No digas idioteces, Mamá.
-Pues entonces ya me explicarás a que viene tanta visita.
-Soy tu hija. ¿Tan extraño es que venga a verte?
-Pues si-me contestó, sirviéndome limonada.
-Eres tan cáustica que me das miedo, Mamá.
-Si, claro. Déjate de monsergas. ¿Qué quieres?
Me eché a reír. Era estúpido por mi parte tratar de engañar a mi madre. Ya lo intentaba cuando era pequeña, y luego en la adolescencia, pero nunca fui capaz. Solía decirme que cuando intentaba ocultar algo se me hacía un hoyito en la mejilla derecha. No sé si era verdad, pero lo cierto es que siempre me pillaba. Así que dejé de hacerme la boba y decidí hablar claro con ella. Conociéndola, me daría mejores resultados.
-Quiero conocer a mi hermana.
Ella suspiró mientras se entretenía en acariciar a su gato, sin mirarme. Yo se lo había regalado hacía unos dos años. Me lo encontré en la acera de mi casa cuando salía a bajar la basura, medio muerto de hambre y de frío. Le tuve conmigo un par de días, pero me daba pena que siempre tuviese que quedarse solo cuando me iba a trabajar; y entonces me acordé que mi madre también pasaba sola demasiado tiempo. Fue de las pocas cosas que hice bien en mi vida; había resuelto dos problemas y ahora había dos seres que era felices. Le habíamos puesto de nombre Feliciano y ahora él era el rey indiscutible de la casa, y así se portaba, como un pequeño tirano. Siempre pensé que nos habíamos equivocado y debimos de llamarle Nerón.
-Deja en paz al gato, que le vas a dejar tonto de tanto acariciarle, y dime donde la puedo encontrar.
-Si quieres conocerla…supongo que no puedo hacer nada. Tendré que preguntarle a su madre donde está ahora. Su último sitio fue Cuenca.
-¿Trabajaba allí?
-Podría decirse que si-me contestó enigmáticamente. Pero de eso hace ya unos cinco años. A saber donde para ahora. Antes estuvo en Nicaragua.
-Vaya, pues si que es viajera. ¿A qué se dedica?
-Al Señor.
Miré a mi madre con impaciencia. Siempre me había disgustado su extraño sentido del humor. La mayoría de sus bromas eran incomprensibles y ahora mismo yo no estaba para adivinanzas estúpidas.
-No seas pesada, Mamá. Ya sabes que cuando te pones en esa actitud, no te sigo.
-Tu hermana es monja-me dijo, como si fuese una sentencia.
Beth16 de octubre de 2012

5 Comentarios

  • Elmalevolico

    Definitivamente los domingos son los días que a mí me ponen mal... desde que iba a la escuela y estaba pensando en los exámenes y las tareas... ufff padecía de una terrible ansiedad insoportable... es más en venganza el próximo lunes no voy a ir a trabajar... jejeje es broma, yo nunca falto sólo por faltar...

    Mira nada más... nunca imagine conocer una escritora como vos...

    Un abrazo fortísimo!!!

    18/10/12 07:10

  • Beth

    Gracias David. No me considero escritora, tan solo "vomito" mis majaderías sobre un teclado y hay gente con santa paciencia que lo lee. Un beso

    18/10/12 10:10

  • Creatividad

    aqui estan las perdularias divinas! maravilloso de nuevo tu estilo narrativo , me encantan esos soles que entran y le sacan reflejos al suelo. Muy bueno amiga otra vez..saludos.

    19/10/12 06:10

  • Beth

    Las tengo muy abandonadas, a mis pobres perdularias, pero poco a poco tengo que ir poniéndome al día. Eso pasa en mi cuarto cada mañana de sol, salen destellos de luz de la madera, y me ayuda a empezar el día. Un abrazo Creatividad y gracias por tu presencia

    19/10/12 11:10

  • Beth

    Muchas gracias querida Sete. Me está costando seguir adelante, cada vez se me lían más, cada una con sus problemas, y acabarán por mandarme al psiquiátrico. Un beso

    21/10/12 12:10

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