Has aprendido a decir
de muchas maneras mi nombre;
lo siento salir de tus
labios como una caricia,
como una necesidad y hasta
a veces como una oración
plagada de esperanza que se
cose a mi corazón como un broche.
Suena dulce en tus
labios y me gusta que
una y otra vez lo repitas;
si, ese es mi nombre, por el
que ya nadie me llamaba, ese
que no me ha dado ningún hombre.
Y es lo único que de ti tendré,
la caricia leve de un nombre,
una palabra que yacía olvidada
donde lo viejo y lo antiguo
se pierde y se esconde.
Pero seguirán mis noches
siendo eternas y ese
vendaval que llega del norte
no quiere entrar a llevarse
mis penas, sólo me azota
la cara, se enreda en
mi pelo, me tortura
con sus garfios de plata
y a un pozo profundo me arrastra.
No olvides al abrir los
ojos cada mañana
que soy mucho más que
un nombre susurrado en
la distancia; un nombre
que se pronuncia a lo lejos,
sin recordar que las palabras
pueden ser leves caricias,
pero de esas que dejan
mi piel solitaria, con heridas
abiertas, huérfana de sonrisas
y llenas de lágrimas.