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CAPÍTULO 1. EL PENSAMIENTO

“Ni aun permaneciendo sentado junto al fuego del hogar puede el hombre escapar a la sentencia de su destino”

Esquilo

Mi padre, D. Luca “Trust” Giovanni, siempre se presentaba a sus futuras víctimas con la misma sentencia, que más tarde yo haría mía: “el pensamiento es una barrera que nos impide ver la verdad, y la mejor manera de romper esa barrera es el dolor. Dentro de poco, me revelarás toda la verdad”.

Los buenos recuerdos que conservo de mi paso por esta vida están ligados a mi ciudad de origen, Nueva York. Allí transcurrió mi niñez y parte de mi adolescencia, y allí saboreé los últimos meses junto a vosotras, los meses más felices de mi vida.

Mis padres y yo vivíamos en un barrio de Manhattan, Little Italy, en
la calle Mulberry. En sus orígenes este barrio estaba poblado por una gran cantidad de inmigrantes italianos, entre los que se encontraban mis abuelos paternos. Desembarcaron en Nueva York a finales del siglo XIX huyendo de Nápoles, donde reinaba la pobreza, el paro y la criminalidad. La Camorra sembraba el terror y prácticamente gobernaban la ciudad. Al poco de establecerse en Nueva York, mi abuelo comenzó a trabajar en el centro de distribución existente en el barrio de TriBeCa. Era el más grande de Nueva York y estaba especializado en productos de alimentación. Mi abuelo preparaba los pedidos de los comercios cercanos y mi padre lo ayudaba en el reparto cuando no tenía clases. Así conoció a mi madre, Mónica, cuya familia regentaba una tienda en el mismo barrio de TriBeCa. Ambos eran muy jóvenes e inmediatamente surgió el amor. Ella había nacido en Nueva York y a su familia les costó aceptar a mi padre, hijo de un inmigrante italiano. Pero mi padre era una persona muy especial. Todo en él inspiraba tranquilidad, derribaba los muros de la desconfianza con sus palabras transparentes, su mirada limpia, sus gestos pausados, su actitud ante la vida, siempre positiva. Mi madre quedó prendada de su personalidad, y mi abuelo, ante la evidente felicidad de su hija, acabó aceptando a mi padre como un miembro más de la familia. Se casaron en 1914 y según se dice fue una de las pocas ocasiones en que todos los vecinos de los barrios cercanos olvidaron sus diferencias económicas, personales, étnicas y celebraron la boda junto a mis padres con total felicidad.

Fueron durante mucho tiempo el ideal de pareja perfecta. Mi padre era alto para la estatura media de la época, de complexión débil en apariencia. Su altura y delgadez invitaban a sus enemigos a enfrentarse con él, seguros de salir victoriosos. En Nápoles fueron muchos los que lo intentaron.

Recuerdo una noche, ya muy tarde, mi padre y yo volvíamos a casa tras un duro día de “trabajo” y atajamos por un frío y oscuro callejón. De repente, una figura inmóvil apareció en mitad de nuestro camino. Parecía esperarnos.
-Hola Luca-. El desconocido hizo una pausa.-Veo que te acompaña tu hijo-. Su voz tembló al pronunciar aquella frase, cargada de ira y emoción.-Parece que Dios ha oído mis súplicas y que este maldito día acabará mejor de lo que comenzó.
Estaba claro que aquel hombre nos conocía. Se encontraba a un centenar de pasos y en una noche cerrada como aquella resultaba imposible distinguir de quien podía tratarse, pero al oír su voz mi padre se detuvo. Se quitó lentamente el cinturón, extrajo su arma y me la entregó. Quedé sorprendido. Nunca se separaba de su revólver, ni siquiera cuando dormía. El extraño avanzó un par de metros. Su sombra se recortó en la penumbra del angosto callejón. Era muy corpulento, quizá doblaba a mi padre en tamaño. Pero él permaneció impasible, sin mostrar el más mínimo atisbo de miedo, como si esperara ese combate, porque de eso se trataba, de una lucha a muerte, en la que sólo podía quedar uno.
-Vamos Luca, no tengo toda la noche. Acabaré contigo y luego con tu hijo- gritó la voz desde el fondo del callejón.
-Papá, ¿quién es ese tipo? ¿Por qué me has dado tu arma? ¿Merece lo que todos buscan, la oportunidad de matarte?
Mi padre dejó caer sus manos sobre mis hombros. Solía realizar aquel gesto cuando quería que prestara especial atención a lo que se disponía a decirme. La luna iluminó su rostro y al verlo mi alma se encogió. Sus ojos se hallaban arrasados por las lágrimas. Era la primera vez que veía llorar a mi padre, pero no sería la última.
-Roberto, hoy he torturado y asesinado al hermano de ese hombre. Merece la oportunidad de impartir justicia y yo merezco la muerte.
Tras decirme aquello, mi padre se adentró en la oscuridad del callejón y yo permanecí allí quieto, paralizado, sin poder articular palabra.
Fueron minutos eternos. El silencio de la noche sólo era desgarrado por los gritos de aquellos hombres, gritos de dolor y rabia. El fragor de la pelea llegaba a mis oídos como un recuerdo lejano, desgastado por el pensamiento. Poco a poco, la noche me fue cercando y quedé sumido en una negrura total. Un extraño silencio se adueñó del callejón. Era un silencio denso, pesado, que casi se podía oír. Un escalofrío recorrió mi espalda y dejé que el miedo me invadiera. Pensé que todo había acabado, que mi padre había muerto y que aquel desconocido emergería de las sombras en cualquier momento y acabaría conmigo. Creí desfallecer. Las piernas me temblaban. En mi mente resonaban sus últimas palabras, “asesinato”, “tortura”. Huí despavorido y tropecé con la pared. Al incorporarme, una mano agarró mi pierna. Al mirar hacia abajo, descubrí a mi padre tumbado sobre un charco de sangre. El cuerpo de su enemigo yacía muerto junto a él, con el cuello roto. Me agaché y presa de los nervios, le zarandeé y le grité:
-¿Por qué no huimos? Nos podía haber matado, ¿por qué?
Mi padre sujeto mi brazo con fuerza y acercó su cara a la mía. A pesar de la hinchazón de su rostro, su mirada me petrificó. Entonces susurró con un hilo de voz, justo antes de desmayarse:
-Hijo mío, ¿es qué no has aprendido nada de lo que he intentado enseñarte? ¿Crees qué es la casualidad la que nos ha arrastrado a este callejón? Nuestro Destino está escrito y si hemos de morir, yo lo haré luchando. No te debe preocupar si su fuerza de nuestros adversarios es superior o si sus puños golpean con más dureza. ¿Acaso puede un poderoso huracán romper un débil junco? Aquí, en este mundo, debemos ser como ese frágil junco, fáciles de doblar pero extremadamente difíciles de romper.

Mi padre siempre fue motivo de envidia por parte de las amigas de mi madre. Su figura resaltaba allá donde acudieran. Las fotografías que mi madre guardaba de nuestra vida en Nueva York, en las que aparece un joven Luca, así lo demuestran. Su pelo moreno peinado hacia un lado, sus ojos negros, brillantes, que parecían desarmar a sus enemigos, su elegante forma de vestir, que le proporcionaba un aspecto superior a su condición social... Durante nuestra estancia en Nápoles hubo pocos momentos que merezcan ser recordados. Mi madre se pasaba horas y horas observando las escasas fotografías que había realizado, acariciándolas con la yema de los dedos, mientras lloraba.
-¿Qué te ocurre mamá, por qué lloras?- le pregunté un día al llegar a casa y encontrarla en el sentada en el sofá del salón, con la cabeza entre las manos, sollozando y gimiendo como una niña desconsolada, a la que le han roto su juguete preferido. Sobre la mesa había una fotografía.
-¿A quién ves en esta fotografía, Roberto?-. Sus dedos, totalmente crispados me mostraron un retrato de mi padre. No entendí la pregunta. Mi madre retiró el pelo de su rostro y al verla quedé sobrecogido. La mujer luchadora que yo había conocido se había esfumado y la locura comenzaba a hacer mella en su figura. Su bella melena pelirroja era ahora una maraña sucia y despeinada, abría los ojos de forma desmesurada, y mantenía la mirada perdida en algún punto de la habitación, pasaba de una risa nerviosa a un llanto amargo, ambos sin motivo, balbuceada y susurraba palabras y frases sin sentido. Se ponía en pie, caminaba en círculos hablando consigo misma, se detenía y volvía a sentarse. Así, una y otra vez. Sentí una puñalada en el corazón y la tristeza quedó prendida de los flecos de mi alma. Mi madre se había rendido y yo tenía la culpa.
-Es Luca, mi padre. Tu marido, mamá. Recuerdo bien cuando nos hicimos esa fotografía. Fue la noche que llegamos aquí, a Nápoles. Papá nos convenció y salimos a cenar. Durante el brindis nos prometió que siempre permaneceríamos unidos.
-Yo ya no veo al hombre del que me enamoré. No es la misma persona aunque su aspecto sea idéntico. Sus ojos, con los que soñaba y en los que me sumergía cada noche, ahora delatan y reflejan la suciedad y el odio que contemplan cada día, se han convertido en cortinas de sus pecados y testigos mudos de la muerte. Las facciones de su cara, que desgasté con mis besos, se han vuelto afiladas, como las herramientas que utiliza para matar. Sus manos suaves y firmes, que acariciaron y dibujaron el mapa de mi cuerpo, ahora son excelentes armas a la hora de golpear. Sus dedos finos y alargados, expertos en erizar mi pulso, impregnan de pavor a sus víctimas. No hay abrazos en sus brazos, sus amantes se los han llevado todos. Su dulce voz, ha transformado sueños en pesadillas y esperanzas en decepciones. No, Roberto, este no es tu padre.

Tras la boda, mis padres se trasladaron al barrio de mis abuelos paternos. Yo nací al año siguiente, en 1915, colmando la felicidad de toda mi familia. Mi infancia fue muy alegre. Mis primeros recuerdos son de las “Fiestas de San Genaro”, que se celebraban cada mes de septiembre en nuestra Pequeña Italia, en la calle donde vivíamos. Eran 11 días de fiesta y diversión en el barrio. Mi abuelo lo festejaban especialmente. Había vivido épocas muy duras antes de desembarcar en América y durante esos días daba gracias por haber podido sobrevivir y sacar adelante a su familia. Pero su felicidad no era completa. En su mirada se vislumbraban retazos de rencor, tristeza y melancolía. Al llegar del colegio me sentaba en sus rodillas y él me contaba historias sobre la ciudad de la que venían:
-Roberto, hijito, -comenzaba siempre mi abuelo- no hace mucho al otro lado del mar, vivía un niño enamorado de su ciudad. De día, perdía la noción del tiempo divirtiéndose entre sus calles, se sentaba durante horas a admirar el azul del cielo y se bañaba en sus ríos y fuentes de agua clara. Al caer la noche correteaba en sus verdes jardines y se tumbaba a contemplar la luna y estrellas, que iluminaban a su amada. Le encantaba oír la música que susurraba la ciudad y cuando llovía, cerraba los ojos y se dejaba empapar por la lluvia. Pero pasaron los años, el niño se convirtió en un hombre y comenzó a ganarse la vida perdiéndola en una fábrica, que le robaba el tiempo que antes compartía con su querida ciudad. Cada noche, al llegar a casa, el hombre se asomaba a la ventana y la observaba. Ya no la reconocía. Su amor por ella se había esfumado. El cielo era negro asfalto y las únicas luces provenían del neón que anunciaban sus clubes. Sus fuentes, llenas de cadáveres, manaban sangre y sus ríos se habían secado. Los jardines habían sido sustituidos por cemento y la lluvia que caía eran lágrimas. Los sueños de aquel niño se habían convertido en polvo, sus pensamientos en desilusión y su corazón ennegrecía cada día que pasaba. Entonces, comprendió que había llegado la hora de despedirse de su amor. Días más tarde, el hombre embarcó rumbo a otro lugar. Antes de que su ciudad desapareciera en el horizonte le dedicó una última mirada y una lágrima rodó por su mejilla. Pero incluso hoy a aquel niño le queda una duda, ¿fue su amada ciudad la que perdió la inocencia o fue él?

Aunque ahora te resulte difícil creerlo, fui un niño muy bueno y cariñoso. Mis padres, debido a sus trabajos, no disponían de mucho tiempo para estar conmigo, pero me dieron lo más importante, amor y una buena educación, según ellos, las llaves que abrían todas las puertas. No se equivocaban.
Precisamente, por la importancia que concedían mis padres a la educación, mi ingreso en la escuela representó un problema. En aquella
época (estamos hablando del año 1918), nuestra situación económica no era buena. Las ventas de la tienda de mi madre habían disminuido notablemente y a mi padre su ascendencia italiana le dificultaba encontrar un buen trabajo, así que tenía que conformarse con seguir ayudando a mi abuelo en el centro de distribución de TriBeCa.
Mis padres estudiaron todas las posibilidades y sopesaron detenidamente las opciones escolares existentes. Por su alto coste los colegios privados quedaron descartados y las mejores escuelas públicas se hallaban lejos del barrio, lo que suponía un gasto en transporte demasiado elevado, que mis padres no se podían permitir. Además, sentían cierto recelo de que en otras zonas de la ciudad existiera algún tipo de discriminación hacia inmigrantes o sus descendientes. Finalmente, mis padres se decantaron por la vieja escuela parroquial de St. Patrick, situada al final de la calle Mulberry. Era la primera y más antigua escuela parroquial de Nueva York, con casi cien años de antigüedad. La mayor parte de los alumnos que acogía eran hijos de inmigrantes provenientes de los barrios cercanos, cuyas familias atravesaban dificultades económicas.
A mi madre siempre le había gustado aquel colegio. Estaba cerca de casa y la educación religiosa que impartía le parecía, no sólo adecuada, sino necesaria para realizarse como persona y sobrevivir en el duro mundo que esperaba fuera. A mi padre, aunque no lo reconociera, también le gustaba St. Patrick. Lo que para él supuso un amargo trago fue reconocer que yo iba a aquella escuela porque nuestra familia no tenía dinero. Se sentía responsable, pero nunca supe si su preocupación se debía a que yo no pudiera estudiar en un colegio mejor o a qué pensarían los vecinos del barrio sobre nuestros problemas económicos y porqué no era capaz de encontrar un trabajo.
St. Patrick realizaba entrevistas personales a los padres que solicitaban plaza, a fin de conocerlos un poco mejor y determinar la verdadera situación socioeconómica de la familia. El día que mis padres estaban citados mi abuelo cayó enfermo y mi madre decidió que lo mejor era quedarse en casa cuidándolo y que mi padre acudiera en solitario a la entrevista. En aquellas fechas, a punto de iniciarse el curso, St. Patrick era la última opción disponible. Era imprescindible asistir y causar buena impresión. Mi padre asumió toda la responsabilidad. Fue un momento muy duro para él, pero aquella noche tras la entrevista, su manera de afrontar los problemas cambió. Comprendió que existía una oportunidad y que el Destino le reservaba grandes obras.

Bonzosmontreaux26 de agosto de 2009

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