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Un Demonio de Ojos Claros

Era una tarde lluviosa, el ruido de las calles se escuchaba como un simple murmullo. El amargo sabor del café ligeramente quemado, el olor de la colilla del cigarrillo, que se terminaba de consumir reposando en el cenicero de metal, se mezclaba con algún perfume barato de mi alrededor… Las personas entraban y salían de aquella cafetería, pero ninguna era ella.
--¿Va a querer algo más? --se escuchó a mi izquierda.
Una voz amigable y ojos traviesos. Vestía un delantal blanco manchado, una agenda en sus manos y un bolígrafo, dispuesto a escribir.
“No”, dije secamente, por más que la muchacha era bastante agraciada, no estaba aquí para hacer sociales. “Sólo vine por una historia”. Como un susurro, un pensamiento en voz alta que sin darme cuenta deje escapar de mi boca.
La mujer pareció ofendida, frustrada, y sin emitir una sola palabra dio media vuelta y se marchó fugazmente hacia la barra.
Siempre me molestó ir de traje, sentía que la corbata me asfixiaba, un simple disfraz… Sólo es un simple disfraz, dije perdiéndome nuevamente y acariciando la taza, ya fría.
Nos habíamos conocido cuando aún teníamos ganas de vivir, ganas de soñar, irresponsables, impulsivos, en fin… clásicos adolescentes. Su pelo negro, y sus ojos azules eléctricos no combinaban con su sonrisa de eterna niña, sin embargo eran la mezcla perfecta para enloquecer. Recuerdo su voz ronca y sus ideas tan descabelladas.
Me levanté lentamente de la silla, conservaba esperanzas de que apareciera, qué estúpido. Hay errores que se pagan muy caro, y la culpa no hace más que aumentar el peso del dolor.
El frío envolvía al Gran Buenos Aires. Con la cabeza bombeando ideas suicidas me perdí entre sus calles encharcadas, sus luces, aromas, música e historias, recordando en vano todo lo que viví en esta hermosa ciudad del mate, del “che pibe”, del “boludo”… Mil historias.
Esa noche fugaz, donde del boliche volamos a alguna pensión perdida por ahí. La cabeza pesada y la habitación llena de humo. Esos besos con sabor a veneno para el corazón, el sudor que provenía de su cuerpo, un cuerpo de ángel demoníaco retorciéndose en mis dedos, exclamando amor... Esa piel tan suave y blanca como porcelana, el sentir del frío al tacto. Los silencios, las mordidas, la noche y la profunda oscuridad.
El pecho me dolía al recordar aquel tiempo de mi vida, y podía sentir que iba a escupir mis propias entrañas, agarrándome el estómago, con una jaqueca, y humo en mis pulmones. Caminé hacia donde mi fallida memoria resonaba.
“Me voy a Europa”.
Lágrimas amargas recorrían su cara, tenía los ojos grandes e hinchados de tanto llorar, labios carnosos y nariz que terminaba en punta, risa nerviosa. Intentaba secarle la cara y aferrarla a mí, pero sólo escuchaba gritos y balbuceos, sólo recibía empujones, ni siquiera era capaz de mirarme a los ojos. Iba a viajar a Europa para laburar con algún pariente perdido de mi padre, aunque la idea me parecía como una gran aventura, una especie de juego, comprendía que podía llegar a no ser tan fácil para ella.
Y así me fui, con tiros en el corazón, una sombra en los pies, la cabeza lavada, y un bolso de viaje chico. Marche a la otra mitad del mundo, y por 10 años no volví a mi Argentina, a mi Buenos Aires.
Era un buen whisky. El bar estaba ambientado en los años 80, un antro blusero con bandas en vivo, mucho porro, y sombreros sin cabeza por donde mires. Un whisky fuerte sin duda alguna.
El cigarrillo se consumía, como yo en mi propio infierno.
Proyectiles de recuerdos se insertaban en mi memoria y me arrasaban. Entre risas, ojos rojos y palabrería me perdí, en la lujuria y el dolor. Ebrio esa noche conocí a mujeres de todo tipo y clase, de ninguna recuerdo su nombre, solo pequeños y fugaces hechos, como si una neblina de alcohol y drogas cubriesen aquella noche.
Me desperté mareado, en una habitación que no conocía, con un perfume familiar. En mi nariz una cabellera negra, despeinada y sedosa, unos pies enredados, fríos y pequeños, una espalda menuda, una hermosa mujer desnuda tendida a mi lado, en una cama desconocida. Unos dedos finos y largos y helados me tomaron por la cintura, una mano congelada me aferró con tal fuerza, como si tuviera miedo de que me escabullese tal si fuera arena. Acto seguido unos enormes ojos color azul eléctrico se clavaron en mi, acompañados con una sonrisa de eterna niña y dos palabras, dos simples palabras…

“Buen Día”…
Crisis05 de marzo de 2015

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