La gran ciudad hacía tiempo que se había replegado en las sombras de una noche sin luna; el silencio sólo era roto por algún coche, alguna voz que se oía lejana, y el crepitar de las caducas hojas otoñales bajo los acelerados pasos de algún que otro transeúnte. Mi padre y yo salíamos del negocio que regentaba y una niebla baja pero poco densa nos envolvió en su opaca humedad. Él era alto, guapote, metido ya de lleno en su treintena. Yo apenas había cumplido nueve años, y era una niña algo inquieta, pero mansamente obediente como entonces debíamos ser los niños. Aunque era domingo, habíamos estado casi todo el día y parte de la noche en el local. Yo me pasé esas largas horas dibujando, coloreando láminas y leyendo un libro de cuentos, cuando no andaba dando brincos y curioseando por allí. Mi padre tenía que hacer inventario y se había hecho mucho más tarde de lo que esperaba.
Nos montamos en el coche y trató de arrancarlo. Imposible. Abrió el capó. Puso cara de circunstancias.
- Bueno, pues vamos a tener que dejar el coche aquí hasta mañana. Y ya no hay autobuses. ¿Estás muy cansada? Podemos coger un taxi o ir andando, como quieras
- ¡Qué bien, papá, yo nunca me he paseado por aquí de noche!
Me miró dubitativo.
- No estoy cansada, te prometo que no
- añadí, abriendo mucho los ojos, intentando adelantarme a una de esas decisiones unilaterales de él, pues en aquella época solía preguntarme de manera puramente retórica.
- Es un buen paseo hasta la casa
tendremos que recorrer todo el centro, y nos llevará más de una hora de caminata ...
- Ya, papá, pero tú sabes que me gusta andar . Venga, que no me quejaré, prometido le insistía, mientras que cruzaba mis dedos como señal de esa promesa, en un último esfuerzo por convencerle.
- Bien, pues ala, sal del coche, y no perdamos más tiempo
Su mano grande y fuerte cogió la mía; yo la sentía cálida y protectora, y trataba de acordarme de cuándo fue la última vez que me había tomado de la mano. Y no lo recordaba. Él apenas paraba en casa, salvo los domingos, en que normalmente nos llevaba al parque a mí y a mis dos hermanitos más pequeños, uno de cada mano, y yo siempre a la zaga o agarrada a alguno de ellos. Es verdad que conscientemente nunca lo había echado de menos
sin embargo, esa noche, con mi padre todo para mí, lamenté que no lo hiciera más a menudo. Y me sentía pletórica de felicidad. Estuve a punto de decírselo - pero callé. Decidí simplemente disfrutar el momento. ¡Y cómo lo disfruté! Yo, esa personita, toda ufana al lado de un papá alto, fuerte y guapo - que mis amigas lo decían, que no era amor de hija
Mientras caminábamos, mi padre de vez en cuando me miraba, me sonreía, y volvía la vista al frente. Yo le devolvía la sonrisa. Ninguno de los dos hablamos durante un largo trecho. Eso en él era corriente, sus silencios - pero no en mí. Y es que me concentraba en esa sensación tan tierna e inusual de tener mi mano en la suya. Llegamos a una plaza, y fue entonces cuando él rompió el hechizo para hablarme de la historia de un héroe, que ya no recuerdo, inmortalizado allí en estatua de bronce. A mí esa interrupción no me gustó, pero hice como que me interesaba; yo sólo quería sentir la mano de mi padre y compartir con él el silencio de la noche, de la ciudad remansada, empaparme con la sensación de la casi imperceptible llovizna que había comenzado y que lánguidamente nos envolvía, apenas humedeciendo nuestras gabardinas, pero resbalando en minúsculas gotas por nuestras mejillas. Así que agradecí que al cabo de un rato volviéramos a nuestro mutismo. Y seguimos caminando, regalándonos miradas y sonrisas
Cuando al fin llegamos a casa, me soltó la mano para rebuscar en su bolsillo la llave para abrir la puerta. Y desperté de mi ensueño. Sin embargo, esa noche había sido muy especial para mí. Y lo fue aún más con el paso de los años. Sí
Algo tan aparentemente irrelevante, tan sencillamente trivial, como pasear con mi padre cogida de la mano, se convirtió en uno de los recuerdos más dulces y entrañables de mi infancia.
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Muchos años más tarde, mi padre agonizaba por una terrible enfermedad en un hospital. Antes de entrar en coma, estando yo a su lado, me cogió repentinamente la mano, y me sonrió. Ese recuerdo de nuestro paseo se me hizo presente, estremeciendo cada fibra de mi ser. La misma mano, la misma sonrisa tierna y cariñosa. Aunque esta vez clavándome una mirada de serena tristeza. Se despedía de mí. En silencio. Yo quise decirle algo a modo de adiós- pero callé, como entonces, como años atrás. Pero le miré a los ojos y le devolví la sonrisa también como entonces, con la ingenuidad y la ternura de la niña que fui. Así era como me sentía. Y creo que él entendió.
Ahora guardo en mi cartera una pequeña foto de él para llevarla siempre conmigo. Una foto de cuando era joven, alto, fuerte y guapo. Como mejor lo recuerdo. Como quiero recordarlo. En aquella noche oscura sin luna, por aquella gran ciudad dormida, un papá y su niña caminando solos y juntos, cogidos de la mano, compartiendo dulces silencios
P.D. A la memoria de mi padre