Se extendía frente a mí la playa rectilínea, algunos kilómetros ante mi vista, hasta llegar a vislumbrar a lo lejos un campanario de una iglesia medio derruida, final de mi paseo por la vera de un mar tranquilo mecido por el atardecer en calma. Todo era paz y sosiego. Salía ya del bullicio del trozo de costa que orillaba el pueblo, donde los últimos bañistas se rezagaban en las aguas, dormitaban sobre la arena templada, charlaban tranquilos, o hacían cola para enjuagarse la sal que les encalaba el cuerpo, en las pocas duchas provistas para tal objeto. Mis pies eran suavemente lamidos en un rompeolas tan tenue como los sonidos circundantes, mientras caminaba a buen paso, sobre el lecho mojado de prieta arena, hacia la iglesia abandonada y aislada que se alzaba en el horizonte. A mi derecha, el mar que comenzaba a destellar los amarillos, naranjas y violetas del ocaso, en medio de su inmensidad azul. A mi izquierda, dunas, pencas y pitas, con colinas y montañas que recortaban el cielo mucho más allá, y que se tornaban pardas, apenas alumbradas por los últimos rayos del sol. De tanto en tanto, me detenía para recoger una concha de brillo nacarado, una caracola de espiral perfecta o una piedra, por su variegado colorido, o por su redondez plena. El leve rumor de las aguas, el yodo marino que impregnaba el aire con su aroma, la casi imperceptible brisa que jugaba con mi pelo, me hacía sentirme viva y pletórica de energía. Pronto, me encontraba a más de medio camino; a mi alrededor, solo mar y arena, cielo y tierra. Yo y un paisaje marino, aunados en nuestra soledad, disfrutando de la languidez de un sol que se ocultaba y de la aparición de una luna cuya silueta apenas empezaba a dibujarse. Calculaba, por otras veces que había hecho el mismo trayecto, que podría estar de vuelta en el pueblo justo antes de que oscureciera del todo. Así que seguí adelante, empapando mis sentidos de la belleza serena del espacio y del tiempo en que me hallaba.
En un momento dado, me llamó la atención un enorme rectángulo de aves sobre la playa, a unos quinientos metros; eran gaviotas que se habían reunido en apretada convivencia, hasta el punto de cubrir completamente de blanco el grano gris de la arena sobre la que posaban. O así me parecía desde esa distancia. Miré hacia mi derecha, al mar; ninguna gaviota se veía sobrevolarlo. Yo sonreí para mis adentros; el espíritu gregario
ese que tanto denostamos cuando nos referimos a algunos grupos humanos. Pero aquí, todo era muy natural; sin duda, no estarían en campaña política; ni celebrando una convención insulsa y sin más pretensiones que el de ocupar la portada del periódico de un lugar donde nunca pasa nada interesante, o si pasa, no conviene contarlo
Conforme me iba aproximando al grupo, mis primeras impresiones se corroboraban. Las gaviotas apiñadas formaban un denso tapiz blanco que ocultaba casi por completo la arena. Estaban estáticas, casi inmóviles, de cara al mar. Sólo de vez en cuando alguna agitaba sus plumas, o restregaba su pico con el de otra compañera. Pero lo más extraño era que no me llegaba sonido alguno de sus graznidos. Una congregación de cartujos vestidos de blanco con voto de silencio, pensé como en un flash
y volví a sonreírme de mi ocurrencia.
Ya me encontraba muy cerca. Miré instintivamente hacia atrás - nadie me seguía los pasos. Ahora, éramos yo, el mar y la arena, el cielo y la tierra
y las gaviotas, como pintadas a acuarela en tan bello paisaje. A unos cien metros, aminoré el paso. Me estaba empezando a imponer el hecho de acercarme a tan gran grupo; pero sabía que, cuando estuviera relativamente cerca, huirían en bandada sobre el mar, o se alejarían de mí a prudente distancia sobre la playa, como era habitual en ellas.
Sin embargo, no se fueron. Antes bien, empezaron a graznar, a agitarse sin dejar su sitio, y lo peor: me miraban intensamente. Como movidas por un resorte, giraron todas sus cuerpos emplumados hacia mí, clavándome sus ojos. Yo estaba asustada, pero no me atreví a correr; simplemente, me volví sobre mis pasos, andando hacia atrás como los cangrejos, sin dejar de observarlas. A su vez, las miradas no cesaban de vigilarme, y yo me sentía indefensa y atacada por ellas. Me sobrecogía un miedo inenarrable.
He invadido su santuario; he trasgredido su privacidad con mi presencia, su territorio, aunque temporal y móvil
me decía. Ahora, sólo me queda esperar que mi vuelta atrás les aplaque.
De pronto, tropecé sobre una pequeña roca semienterrada, y me caí sentada sobre el rompeolas. Me levanté enseguida, sin importarme el arañazo que me había hecho en el talón. Me giré, y caminé con paso ligero, alejándome de las gaviotas. Me temblaban las piernas, me sudaban las manos, mi visión se enturbiaba, y esa brisa que jugaba con mi pelo se me antojaba ahora el gélido aliento que precede a una presencia temida, concentrándose esa sensación sobre una nuca desprotegida y unas sienes que latían dolorosamente. Oí que las gaviotas remontaban el vuelo, y yo me sentía aterrorizada ante la idea de que pudieran lanzarse sobre mi cabeza. Recordaba esa película de Hitchcock Los Pájaros, y alguna que otra noticia que había leído en una revista o en la prensa
Sin embargo, no lo hicieron. Volviendo la vista furtivamente tras mío, vi que volvían a congregarse sobre la arena, más cerca de mí. El mundo, al revés
Esto se repitió una y otra vez; conforme yo me alejaba, ellas se acercaban, siempre manteniendo una corta distancia. Hasta que al fin, entré en la playa del pueblo. Sobra decir que esos minutos me parecieron eternos. Comprobé que ya en esa área las gaviotas dejaron de seguirme y asediarme, y por un momento, me detuve para mirarlas de frente. Aún me taladraban con sus ojos fijos de aves marinas, impenetrables y fríos. Mas volvía a hacerse el silencio entre ellas
Rodeada de los míos, percibía que mi pulso dejaba de galopar, y que mi respiración se hacía más pausada. El espíritu gregario, me dije otra vez a mí misma - pero esta vez, la sonrisa se me heló en los labios estremecidos, y las palabras las acalló un corazón acongojado