Es un día cualquiera, en un otoño cualquiera, con su plétora de grises, ocres y oros saludando tímidamente la mañana. Marga se levanta, dispuesta como siempre a afrontar su jornada laboral. Abre la ventana, y deja entrar el aire fresco matutino que a ella le viene con aroma de mar, pues junto al mar vive, malvive, ríe y llora, todo a ratos
mas siempre soñando, con su mente en un mundo paralelo que ella, pieza a pieza, se ha construido a su medida para evadirse de una realidad que nunca ha querido asumir, aunque bien la conoce
Sale de la ducha, se seca, y nota la toalla sobre su piel más húmeda y fría que de costumbre. No queriendo darle más importancia, y puesto que llevaba prisa, se peina y maquilla en su habitual postura estática frente al espejo del cuarto de baño; pero también siente como si sus pies hubiesen estado chapoteando en esos pequeños estanques que las tormentas dejan en las calles, excusas perfectas para travesuras infantiles. Recorre el pasillo hasta la cocina, y le sorprende, al dar cada paso, la misma sensación que cuando se camina por la orilla de un rompeolas en cualquier playa con el mar lamiéndote los tobillos. Lo curioso es que su cuerpo estaba seco. Pasaba la mano sobre su piel, y estaba seca. Se llevó un dedo a sus lagrimales, y comprobaba que sus ojos estaban secos. Pero la estela acuífera que dejaba tras sí y la sensación de humedad seguían ahí. La verdad es que empezaba a estar realmente asustada al no encontrar ninguna explicación racional a tan singular suceso. Le temblaban las piernas y el corazón le galopaba en el pecho, totalmente abrumada por lo esperpéntico de la situación en que se encontraba.
Se sentó en una silla en la cocina, y apoyando los codos sobre la mesa, se tapó los ojos con las palmas de las manos como queriendo zafarse de la visión de una aterradora pesadilla. Al cabo, oyó agua caer. Retiró las manos de la cara, y pudo ver con horror que su vientre y sus muslos habían menguado hasta convertirse en una fina lámina de piel apergaminada. Se tocaba, y seguía seca. Pero debajo de la silla había un gran charco. No podía creer que esto le estuviera pasando
¡Se estaba descomponiendo en agua! Era evidente que había llegado al final
Una muerte algo extraña, esa de deshacerse en agua. Generalmente, la muerte está asociada con la podredumbre; o con el fuego, por aquello de la incineración
los cadáveres de vikingos embarcados a la deriva en sus naves incendiadas
incluso aquel fenómeno raro de la combustión espontánea
Sí, ella entendía de qué iba eso, lo había experimentado tantas veces - no en el sentido literal, por supuesto. Lo había sentido por los suyos en su corazón. Por los que aún vivían, por los que un día se fueron, pero seguían latiendo al compás de su propio latido. Y también, aunque de otra manera, con resultado siempre desolador, lo había sentido en contacto con una piel adorada
y era espontáneo, porque el fuego nunca fue prendido por nadie salvo por ella misma, por su ensoñación, por su deseo, por su entrega sin pedir nada a cambio, aunque lo esperara, y luchara por conseguirlo
Y esa combustión espontánea había consumido su esperanza, como el agua ahora estaba drenando su cuerpo. Fuego y agua apocalípticos que se suceden para terminar de destruirla, para acabar de arrasarla. Ahora tocaba la in-combustión espontánea, el golpe de gracia
Esta vida es un sinsentido, pensó con rabia, una rabia que estaba apoderándose de su ánimo, ahogando al mismo tiempo su miedo. Percibía, con una tranquilidad totalmente inusual en ella, cómo el agua apagaba su deseo de seguir viva. ¿Para qué?, se preguntaba. Si ya no me alienta la ilusión, esa llama que ahora se está extinguiendo completamente en medio de toda esta agua estanca en la que me estoy convirtiendo. Y nadie es imprescindible. Yo menos que nadie. Los que me quieren, podrán vivir sin mí. Así les ahorro el sufrimiento de tener que aguantarme cuando me vuelva intratable. Porque hacia eso voy, lo admito. Y no puedo remediarlo, es superior a mí. Mi ser dicotómico, mi esencia y mi cuerpo, será libre de dolor por fin, incorruptible porque no me habré convertido en un despojo de mí misma, incombustible porque no me habré reducido a cenizas, polvo al fin que se lleva el viento; unida estaré al agua de mar, salina acuosidad que da vida
Allí iré a derramarme, a verterme; así nunca moriré del todo, porque seré parte de ese mar que tanto amo
Pero si me quedo aquí, lo que de mí reste también se secará, y yo quiero seguir siendo algo
Me niego a desaparecer en la nada, me niego a sentirme nada
Tantas veces me ha asaltado ese pánico, y tanto he intentado desechar de mí ese nihilismo, esa autolisis del alma
Garabateó unas breves frases explicativas y unas amorosas palabras de despedida a los suyos, y dejó la nota encima de la mesa a la que se sentaba. Se echó al suelo como pudo, y se arrastró hasta el baño - con mucho esfuerzo, pues se encontraba cada vez más débil. Introdujo su ya escuálido, casi transparente cuerpo por la taza del váter, al tiempo que su mano derecha - esa que tantas caricias había dado, tantas lágrimas propias y ajenas había enjugado, tantos suspiros había transcrito - tiraba de la cadena. Y en medio de los detritus de su vida, fluyó, fluyó hasta desembocar, remansarse, en ese mar de sus anhelos, descanso y sosiego que tanto ansiaba.
Y allí, en esa vasta soledad oceánica, renació a un mundo nuevo que ya no le era ajeno, ni reinventado - sintiéndose por fin libre, viva y calma entre un límpido cielo celeste y el prístino azul de las aguas