Silente, Selene asoma por mi ventana, y su ansiada llegada
todas las noches aguardo; al comienzo, meramente atisbada
arrebolada de ocaso, su hermosa y amplia capa veteada
de naranja, rosa y añil; lentamente, en negra noche tornada
al fin, se revela ya entera, ya inacabada, o toda velada
tras la lobreguez de las sombras que la ciegan a mi mirada.
Luna nueva, Selene entre tinieblas, su palidez de plata
embozada por la negrura, en halo endeble sólo vislumbrada;
entonces el claro del bosque se hace espesura, abrumada
la mar, inhóspita la montaña, más difusas las farolas urbanas
sin su presencia, las estrellas de diáfana luz más contrastada,
las simas más hondas, la nieve más densa, la lluvia más parda.
Cuarto creciente, Selene aparta su negra melena de su cara;
la peina con aire de princesa encantada, y su faz aumentada
asombra a quien noche tras noche, sin prisas pero sin pausa,
ve cómo su sonrisa se vuelve más plena, pues se prepara
para ser esplendorosa luminaria de haz templada; mientras
se desvanece su lado oscuro, su esfera se perfila más clara.
Luna llena, Selene embruja los habitantes de la noche: la loba
la aúlla, el búho la cruza con sus alas de escarcha; ahogadas
las sombras en su abrazo, lanzando saetas cual llamaradas
que atraviesan corazones y almas, alentando en la amada
más intenso el deseo del amado, más pasión arrebatada,
más poesía, más tierna dulzura para soñar la alborada.
Cuarto menguante, Selene se hace diletante, pierde esencia
y se hace liviana, la fría penumbra gana a la luz la batalla;
se aquieta la vida que crece y que ama, las sombras se alargan,
su rostro se diluye en la neblina que la envuelve, ausencia
que va hacia la nada, para luego renacer encumbrada, entronada
regente de la noche hechizada
bella, etérea, eterna, galana