Dicen que hay un tiempo para el recuerdo, uno para el instante y otro para el proyecto.
Y también, aunque casi nunca se habla de ellos, existen los tiempos muertos. Ningún poeta escribe en los tiempos muertos.
Los tiempos muertos son las catalepsias del pasado, las apneas del presente, los velatorios del futuro. En los tiempos muertos, ni se siente, ni se consiente, ni se presiente. Es el tiempo en vida vegetativa, su suspensión en la nada. Es el agujero negro, el limbo del no-ser, la historia jamás contada, el poema nunca versado.
Los tiempos muertos no crean, ni sorprenden, ni azoran, ni conmueven. Simplemente están ahí. Su mirada es yerma, inexpresiva. A sus oídos solo llega el zumbido de la mosca capturada en la tela de araña, o de la abeja en encandilado vuelo hacia flores lejanas. Su piel es un pergamino arrugado por las sequías, y a la vez destintado por las lluvias caídas. Huele a rancio y a aguas estancadas.
Los tiempos muertos llegan sin avisar, arteramente. Se alojan en hogar ajeno sin ser invitados, y se adueñan de la casa otrora habitada por la musa, llenando de desidia sus estancias cual vapores que se condensan en una niebla densa, pesada. Y en esa niebla, todo pierde su forma, su volumen, su verdad, su esencia, su nombre, su verso
su tiempo
Sin embargo, ni siquiera los tiempos muertos duran para siempre. Un buen día, retornan los recuerdos dolorosos o remansados, los momentos ensoñados o plenos, la esperanza desesperanzada o renovada, las ideas organizadas o atropelladas, y vuelven a latir los pulsos de esos tiempos recreados en letras. Y la niebla, poco a poco, se disipa en el tic-tac libre y acompasado de una catarsis del sentimiento regresado, o de una eclosión del pensamiento largamente aletargado.
Al fin, el poeta siempre vuelve.