Susana Fuentealva camina con paso apresurado por la vereda. Sus piernas, cubiertas por medias blancas, agitan un vestido pasado de moda. Sus pasos, marcando un ritmo seco sobre las baldosas, un juez pidiendo silencio, pasan por ligustrinas y cercos de madera. Oculta una mano en el bolsillo y con el pulgar de la otra, en un gesto de falso coqueteo, sostiene una vulgar cartera de cuero negro sobre su hombro. Mas arriba, una bufanda violeta cubre un gesto de desagrado y sobre esta asoman dos ojos lechosos, de un celeste ligeramente artificial.
Susana camina apurada, cualquier observador desprevenido creería ver una mujer mayor con miedo a ser asaltada. La verdad es que la mano derecha, en su bolsillo, está empapada en sangre. Es por esto que no puede secar una pequeña gota de sudor que en ese momento se desliza por su sien. La mujer camina, casi corre, huyendo. Llega a una puerta de madera y allí deja deslizar la cartera por su brazo hasta sostenerla entre este y el antebrazo. Luego de secarse la frente, empuja la puerta e ingresa en un caserón frío.
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