¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?, me preguntaste, Más lejos de lo que nunca nadie ha llegado, te respondí sereno. Demuéstralo, dijiste mientras tus ojos se clavaban en los míos. Caminé despacio hacia la cocina, abrí el armario, saqué una copa, la limpié, busqué un posavasos y un mantelito, volví al salón, te indiqué que te sentaras, lo dispuse todo frente a ti, fui al baño, en un cajón, debajo del lavabo estaban las cuchillas de afeitar, me hice con una, me senté a tu lado, Esto es sólo el principio, te susurré al oído. Puse mi mano izquierda sobre el vaso, la derecha sostenía la cuchilla, la clavé en mitad de antebrazo, sobre la vena, apreté con todas mis ansias y empujé con fuerza de la hoja hacia la muñeca.
La sangre brotó como si de una tubería reventada se tratase, entonces me abrazaste, me besaste, tus manos repasaban la herida una y otra vez, tus ojos se iluminaban al ver mi sonrisa. Cambié la cuchilla de mano, y repetí la operación. Jamás olvidaré tu cara mientras bebía de mi herida, ni tu cuerpo teñido de rojo.
Empecé a notar un fuerte mareo, caí tumbado en el suelo, Te deseo, más que nunca, te deseo, me decías. ¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar?, te pregunté. Una lágrima contestó mi postrera pregunta.
