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Rutina

Sonó el despertador. Merche abrió los ojos despacio, con un decadente y lento parpadear. Dejó que éstos vislumbraran la misma cómoda gastada (herencia de la abuela María) de cada día, el cuadro colgado justo encima (pintado por ella en uno de sus arranques de cambiar su realidad de cada día) de cada día, la misma telaraña de cada día... Bueno, no, esta vez había crecido un par o tres de centímetros a lo largo de la noche. Suspiró y ni se molestó en interponer una mano entre los esplendorosos rayos de luz que se escurrían por la ventana y sus ojos irritados. Giró con aparente desgana su cuerpo hacia el chirriante aparato y lo apagó en un gesto cansino con el dedo índice de su mano derecha. Justo como cada mañana. Se incorporó y vio su reflejo gris en el espejo de cuerpo entero de su armario. Sus párpados dormían sobre sus ojos grises y todo su cuerpo parecía seguir una extraña tendencia a encorvarse y encogerse alrededor del tronco extremadamente delgado. Era como si hasta su pelo hubiese adquirido la tonalidad grisácea de su vida. Se deshizo del pijama de cuadros azules como cada día lanzándolo a la esquina de detrás de la puerta. De una patada envió las zapatillas bajo la cama y se metió en la ducha bajo el agua templada de cada día. Escuchó la misma emisora en la radio y se secó con el albornoz habitual. El secador apenas si pudo secar bien los mechones gruesos y castaños de su pelo agreste, y volvió a pelearse contra los pantalones que parecían haberse vuelto a encoger. Sintió el dolor punzante de la herida en su pie izquierdo al calzarse los tacones altos de cada día y se puso la cazadora usada y desgastada por los años de utilización.

Encaró otro día igual al anterior, y al anterior, y al anterior... otro día idénticamente idéntico a los que la esperaban esa semana, ese mes... toda su vida. Había luchado contra ello al principio, durante sus primeros años de juventud, cuando la adolescencia la empujó con imperiosa ansiedad a rebelarse contra su destino. Trató de hacerse voluntaria en varias ocasiones en distintas asociaciones, sin aguantar más de dos semanas en ninguna. Trabajó en tres cafeterías diferentes a los dieciséis años y dimitió en todas por aburrimiento. Escapó de casa de sus padres con diecinueve años para volver la misma tarde de la huida. No era constante, todo la llevaba al punto de partida, y terminó por asumir que ésa iba a ser su vida.

Encendió con un deje mecánico el cigarrillo rubio de cada día y lo tiró al andén antes de subir al tren. Técnicamente estaba prohibido fumar en cualquier lugar público, pero ella había dejado de pensar en esas cosas triviales de hace mucho. Seguía a cada segundo el guión pertinente, sin más.

Reposó su cabeza contra la temblorosa ventanilla y, a través de ella, vio correr los mismos árboles, las mismas casas y edificios, los mismos comercios, los mismos paisajes de cada día. Cada vez más borrosos. Cruzó las piernas y esparció en el aire las mismas motas de polvo de cada mañana. Miró el reloj. Llegaría puntual, como de costumbre. Vio a la señora de cada día, con su cesto, de camino al gran mercado de la ciudad más cercana. Vio al mismo anciano con sus útiles para pintar sentado en el mismo asiento cercano a la salida de siempre. Vio a las mismas chicas dirigiéndose a la universidad. Vio la rutina dibujada en cada uno de los gestos de esa gente, en cada respiración, en cada milímetro de piel. La vio en ella misma. Dio vueltas a su alianza, temblando. Era el ataque de nervios de cada día. Se le pasaría tan pronto pusiera el pie en la tienda.

El tren hizo el mismo vaivén de cada viaje antes de pararse donde Merche abandonaba su asiento frente al cristal. Reanudó su estrepitosa marcha una vez vomitó a todos los que debía vomitar. Los mismos de cada día a aquella misma hora. Merche dirigió una última mirada al tren antes de salir al exterior de la negra y obscura estación. Tosió un par de veces y dejó caer unas monedas en el sombrero rasgado amarillo del anciano de la entrada. Como cada día. Se dejó conmover por su mirada de reconocimiento y agradecimiento y se acordó de Félix. Como siempre.

Recorrió las tres calles que la separaban de su puesto de trabajo en el supermercado, y sintió el peso de cien mil toneladas en su espalda tan pronto vislumbró el lugar. Saludó con gesto indiferente (sin mala intención) a Mari mientras colgaba la chaqueta y el bolso en el armario del vestuario. Robó una caña de chocolate de la estantería justo antes de arrepentirse y dejar cuatro monedas en la máquina registradora. Masticó con visible monotonía mientras oía las aventuras y desventuras amorosas de su compañera, que volvía a lucir las raíces negras por falta de tinte. Como siempre. Atendió por cuatro horas a las mismas clientas de todos los días. Conchita, la señora de setenta años, viuda, que siempre vestía de blanco y compraba dos barras de medio, un sobre de jamón, otro de queso y jabón para el lavavajillas. Sofía, la profesora de parvulario que nunca adquiría nada más allá de su laca de uñas y sus yogures desnatados sabor piña. Paca, la mujer algo fondona, que compraba siempre a última hora del mediodía, antes del cierre, y se llevaba dos latas de atún, pastas de toda clase y ocho o nueve latas de cerveza. Tere, la entrañable cuarentona que llenaba el carro con cremas para frenar el envejecimiento y maquillaje de poca calidad. Una tras otra, con sus cuentos, sus nietos en mente, sus enfermedades, sonrisas y quejas, desfilaban ante ella una a una, en el mismo orden de cada día, dejándola estancada y con la etiqueta de "la cajera del súper" pegada con un escupitajo en la frente. Cuando la hora de comer llegó, Merche sintió una opresión en el pecho que la instó a largarse de allí enseguida. Como cada día. Y como cada día, el brazo amable de Mari la retuvo con la misma oferta de ir a comer juntas al bar de al lado. Y, una vez más, aceptó, resentida con el destino.

Se sentaron en la mesa de la pata coja, la del fondo a mano derecha, la de siempre, mientras Paco acudía con sus platos ya preparados. Cinco años de rutina que no cambiaba. Siempre pedían lo mismo. Ensalada mixta y ternera en salsa. Luego un americano y un cigarro en la terraza antes de volver a caja. Exhaló un suspiro y fingió interés en los cuchicheos de su compañera. Esbozó alguna que otra media sonrisa, asintió aquí y allá y disimuló su completa falta de atención. Reprodució en su mente los últimos diez años, como cada día, mientras comía con Mari. Se levantó cuando ella lo hizo, y fumó cuando ella hizo lo propio. Esta vez le tocaba a ella ordenar mercancía en las estanterías y a Mari cobrar en la caja. Colocó montones de latas en conserva, botellas de refrescos, manzanas, desodorantes y otros miles productos oyendo de fondo el hilo musical repetitivo de cada tarde. Miró un trillón de veces hacia la puerta por si Félix regresaba, como hacía cada tarde desde la ruptura matrimonial. Y, evidentemente, él no apareció. Casi podía sentir en los poros de su piel el tic-tac de los segundos, la demoledora levedad de su existencia, el ruido de los engranajes de su vida desparramando los mismos latidos y los mismos litros de sangre de cada vez.

Cuando cerraron al fin la caja, cerca ya de las diez de la noche, y se despidieron en la puerta rejada, Merche siguió con la mirada fija en Mari mientras ésta avanzaba en mitad de la oscuridad, guiada solo por unas cuantas farolas mal iluminadas, hasta que torció la esquina y desapareció de su campo visual. Como cada noche. Se giró justo a tiempo de chocarse con un hombre. Alto, de tez morena, vestido con harapos y con el cabello sucio a más no poder. En su mano, sujeta por unos guantes sin dedos, se apreciaba el brillo de una navaja reluciente. Se olía en el aire el ansia de sangre del objeto, se leía en los ojos de ese atracador espontáneo la intención de llevarse el bolso y su contenido, y no de forma amable.

Merche notó cómo su corazón comenzaba a latir desbocado, en un síntoma claro de eufórica alegría. Sí, al fin, al fin sucedía algo en su vida capaz de romper su rutina.
Foryou139624 de febrero de 2015

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2 Comentarios

  • Mateo

    Tremendo el final de tu relato.....me ha gustado mucho la forma de expresar como transcurre el día con todos sus etapas y detalles uno tras otro... y como al final algo bueno se transforma en rutina.... salir del trabajo y volver a casa es pura rutina....sin embargo algo malo se convierte en un aliciente para despertar y darse cuenta que seguimos aquí....
    Enhorabuena por tu texto....es una pequeña
    muestra de tu talento y tu grandeza como escritora... Lo haces muy bien.....gracias por sacarme de la rutina de esta pagina cada vez que te leo....abrazos y siempre mucha....mucha felicidad....!!!!

    25/02/15 01:02

  • Foryou1396

    Muchas gracias por leerme y comentar. Me alegro mucho de que te haya gustado el relato.

    Un saludo
    S

    25/02/15 04:02

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