El hombre, un jubilado como tantos, sobrevivía gracias a las pocas monedas que le daban por su maíz, en una de las plazas de la ciudad. Se pasaba todo el día armando sus bolsitas y arengando a la gente para que le compre aunque sea un poco de maíz para las palomas. Sin proponérselo, se había creado entre el viejo y sus palomas una suerte de simbiosis, de la cual supieron sacarle provecho durante algunos años. Ambos se necesitaban como el aire.
Los animales dependían de su alimento y el anciano, del dinero que le daban por sus raciones. Pero luego, una rara plaga fue diezmando la cantidad de palomas que rodeaban al jubilado y se fue reduciendo la población de aves y el monto de sus ventas, a tal punto que un día comprobó que apenas quedaban cinco palomas (las más fuertes) en la plaza y una sola ración para repartir entre ellas. Lo dividieron entre las cinco. Les fue difícil de digerir, salvo para una, la que se comió los ojos.