El caracol de mármol tallado al comienzo de la escalinata. Una bóveda. Las polícromas imágenes de hermosos seres inventados por el arte. Cristales de colores, como relucientes ojos de animales selváticos. Mansos corredores habitados pos seres que caminan lento. Las manos lacias de los profesos en una fe que te mata lentamente. Exterminadas comadrejas ocultas tras los cedros del Líbano. Asientos modelados a cincel y olor a incienso. Escenas de la vida de un humano torturado inútilmente por humanos. El listado de difuntos de noble cuna enterrados en la pared oeste. El busto de un dictador revestido de pompa y circunstancia. Cuchicheos de comadre, justo en la penumbra que da a la zona de confesonarios. Cincuenta largos cirios de buena cera iluminando un centro solar. Platas mexicanas incrustadas en las paredes centrales y un hermoso cuadro de un San Sebastián mártir asaeteado. Las puertas rechinan al abrirse. Callan los seres de este espacio mientras silencian su fervor cerrando los ojos. Baldosas en el suelo con fósiles incrustados. Lujuriosas imágenes de frutas colgando bajo el alto relieve de una venus mártir. Y una inmensa pila, o bañera, o redonda expresión del universo llena de agua hasta sus bordes. El inmenso y celestial panteón edificado sobre el dolor de porteadores de piedra, talladores expertos y esclavos azotados. Partes carcomidas por la humedad y el lúgubre reposo de siglos de mentira. Suena un reloj. Se escuchan los giros de una llave cerrando el portón. Salgo. En lo alto, sonríe las gárgola,
despidiéndose de mi ignorancia y señalándome el fin de los tiempos.