Con la erosión sedimentada a cuestas, unas palabras se aproximan murmurando de borrascas, confundidas por el baño de la fina lluvia de marzo, en fría tertulia, revelan la insignificancia de buena parte de sus vidas, con el caminar azaroso bordeando la conjetura, descienden al precipicio, a la basura.
En la hora oportuna, El Sembrador amoroso las recoge; con limpio tacto les da besos, les esparce pigmentos de color, intuición profunda hacia lo viable, les extiende vegetación, y bulle un prado espléndido.
Se ha movido el eje, eclosiona un pensamiento que da crédito a lo desconocido, sorpresa y hechizo, con alquimia, misticismo, las dota les retira el devaneo de sus mejillas, las aciagas disonancias que calzan, y cuando giran la vista con ojos de fuego, esas palabras se propagan, adosaron sentido a sus existencias dejando de ser efímeras, se erigen como pilares poligonales habitables.
El Sembrador las ajusta desde sus adentros, es el génesis, lo trascendental y las palabras vistosas asisten con regocijo al templo de papel.