Irreversible
I.
Enero de 2107, y siete,
siete pitidos me remueven el cerebro,
bajo un cráneo de hueso cascado.
Le doy al botón
(el rojo, el del inhibidor de deseos),
que se apaga con un zumbido
largo y exasperante.
Como el de una mosca tsetsé
al marcharse, sí,
por donde vino la noche anterior,
cuando las luces reflectantes de la Ciudad
se apagaron, tenues en su muerte.
Miro por la ventana, y ahí están otra vez
compañeras del hola
y del adiós constantes
(Qué tal, me dicen, qué tal).
Es frustrante.
Pasados los cinco minutos
del plan de ahorro del oxígeno,
me observo en el espejo,
la cara azul, la sangre acumulada, y
suspiro
de alivio. Ya puedo encender el
respirador de la casa, tan suave.
Como la caricia de un niño pequeño.
Por suerte, me digo, aún quedan algunos
signos. Signos en mi cuenta bancaria.
(1011001010001
Procesa
procesa
Su oxígeno, SEÑOR)
Afortunadamente, me digo.
II.
Salgo a buscar trabajo. No es tarea fácil
en estos tiempos que corren.
Me cargo el respirador portátil a
la espalda y lo lleno todo lo que
mis signos me lo permiten.
Vacío,
Reserva,
Medio depósito.
Lo llenaría entero, pero no puedo;
me cortarían el
suministro de la luz,
y el agua, y
las cápsulas de pollo frito.
Y es que hoy día nada es fácil,
en estos tiempos que corren.
Uno sale al suelo urbano
(aunque, las ciudades, hace años
que no son lo que eran;
la mayoría de los lugares están
en la mente del usuario,
nada más)
y pisa entre el aire negro, pesado, denso
como el alquitrán, y diabólico
como la misma Muerte,
y respira por el tubo, ansioso, como para
asegurarse de que sigue ahí,
de que
su situación
no es como la de esos pobres desgraciados
que yacen bajo los pies de la humanidad,
tirados en las calles,
(mas suelen ser lugares reales;
claro, no tienen signos).
Suelen permanecer quietos, muy quietos,
Caras azules, sangre regurgitante,
rostros muertos en vida, procurando
no tragarse
ese líquido oscuro,
que se pasea amenazante
frente a sus narices.
Robándoles el alma.
Sus carteles, letreros antiguos,
IGNORADOS por las masas ocupadas
en sus PROPIOS pensamientos,
carteles, escritos con sangre sobre
camisetas amarillentas, ennegrecidas
por la basura del cielo, pidiendo
UNA LIMOSNA POR FAVOR
Algún solidario se acerca
(pocos son),
les conecta un minuto su respirador
mientras cierra sus pulmones,
y ellos
bailan,
cantan,
les despiden agradecidos, mientras el aire infecto
les vuelve a invadir el cuerpo.
Una mujer que le da el pecho a un bebé muerto y rígido
me mira, suplicante.
Yo disimulo y sigo adelante.
Lo siento, no tengo signos.
Y pienso.
III.
Se precisan empleados.
Se precisan empleados frescos, joviales,
de buen carácter y frío corazón, señor,
¿qué sabe usted del tratamiento
del aire del ángel de la muerte?
El hombre entrajado, con su corbata
de incalculables signos de valor,
me mira y me sonríe, y es una
pregunta clave, y lo sé.
Sé la respuesta adecuada,
se la digo:
El aire entra por aquí.
Se separa lo malo de lo bueno.
Con lo malo se hacen diamantes.
Con el resto, aire puro.
Con todo se sale ganando, señor,
con todo se sale ganando.
El hombre me estrecha una mano con la suya biónica.
La miro, y está adornada con diamantes en bruto,
Piedras Preciosas, extraídas
del seno mismo de la sepultura de los impuros,
de aquellos que gimen en las calles por un
poco de oxígeno. Con el
98,3% de probabilidades de que se les
niegue.
Sonrío y me dirijo a mi nuevo puesto
de trabajo: cada once horas, 6 signos dulces
para mí, todos los meses,
enero, febrero, marzil,
hasta diciembre es el contrato.
Observo la máquina mesiánica,
su tamaño es demencial; diez ciudades,
de las de antes, las reales, juntas ellas,
y ni siquiera alcanzarían su envasador prensil.
Más de 1000 operarios, a
6 signos, once horas, una cesta de
Navidad llegado el momento, con tres
botellas de oxígeno, cortesía de la empresa.
Pienso en la mujer y su bebé muerto, en
la gente
(los desgraciados)
que bailan y fingen que te sonríen, con sus
caras azules, venas apretadas,
y quién sabe, puede que me quede
algo
para LIMOSNAS POR FAVOR. Después de todo,
aún pienso de vez en cuando.
IV.
Me seco el sudor de la frente, el
respirador se me ha adherido a la
piel, negruzca por el aire del
Infierno.
Me despido de mis compañeros hasta el día siguiente,
gente maja, feliz, adinerada,
y me dirijo a recoger mis signos bien merecidos.
Cinco me daba el encargado de planta.
Seis, le digo, son seis,
Y me los da, y me voy
(satisfecho)
en busca del mundo exterior.
No, el mundo no es lo que era; los
Pobres, los que están por debajo de
Los Que Escapan Por Los Pelos y de
Los Que Tienen Dinero, se acumulan en
las calles. Cada vez son más, uno
no sabe muy bien
dónde pisar
o hacia dónde mirar.
La vergüenza es un sentimiento necesario.
Nos hace ver que aún guardamos
esa pizca de humanidad,
que aún sentimos
remordimiento por nuestros actos,
por permitir que algo tan hermoso y de valor
como la vida
(e irrepetible)
se desgaste, descienda hasta los oscuros
paraderos,
que son
el fruto del egoísmo
la falta de bondad
y el no saber reconocer
que cuando miramos al mundo que hemos creado
lo hacemos sólo para asegurarnos de que
nuestro tubo del oxígeno sigue ahí,
que aún podemos respirar,
que mientras otros agonicen
nosotros viviremos,
y le damos gracias a Dios
por no haber nacido en el
lado equivocado.
Pero no merece la pena torturarse.
De todos modos, ese signo,
o ese minuto que ceden algunos
(misericordiosos)
no son más que
tiritas en la piel de un leproso,
mercromina en la herida de cáncer
de uno tan extendido
(que hemos extendido)
que no tiene vuelta atrás y que es irreversible.
irreversible.
V.
Pienso, y pensando coloco mi tarjeta y
abro la puerta y
entro.
El nivel de mi respirador, el de casa, está
muy bajo,
por los suelos.
Le echo un par de signos
y me siento a observar cómo el
Servicio del Gobierno me
proporciona lo que es mío.
Vacío,
Reserva,
Medio depósito,
y Lleno.
Y lleno ampliamente mis pulmones.
Las luces reflectantes de la Ciudad
se han apagado otra vez, han dicho
adiós.
Será mejor que me acueste,
antes de que me ponga a pensar.
Ittai Manero, 16 de mayo de 2008