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Una Nueva Jornada

Se dice y se repite, con un dejo de pena, hermoso día el de hoy, hermoso día. La claridad que escupe la ventana golpea sus ojos, los lastima. La pesada manta aplaca con ferocidad las ya escuetas ganas de comenzar el día. Se decide, no sin vacilar, en escapar de su camastro. Toma el extremo izquierdo de sabanas y frazadas con su brazo derecho, las desplaza y se libra de ellas. Despega del colchón la espalda arrugada por los días y las horas, se sienta sobre la cama, gime, grita, se queja, no el, sino la reseca cama de pino. Apoya ambos pies sobre las frías baldosas. Se encamina hacia el sucio baño para recibir sobre sus escasos cabellos la rutinaria ducha matutina.

Despejado, la piel tersa, el alma vacía; se viste, se peina y perfuma. Ya en la cocina apoya la pava sobre la cocina de hierro, prepara unos mates amargos, ásperos al paladar, sorbe la bombilla, no esta conforme, aun el agua se encuentra fría, vuelve a depositar la pava sobre la hornalla. Una nueva jornada le regala otra oportunidad. No tiene dudas. Su decisión es tan firme como el acero forjado. No piensa dar un paso atrás. Afuera la brisa álgida seca los labios y apacigua la tristeza, las nubes han faltado sin previo aviso a la cita, las hojas secas del sauce golpean en el suelo terroso agrietado, el sol acogedor promete elevar lentamente la temperatura. Se dice sin voz, se repite sin voz el sauce, el viejo sauce.

A paso lento acorta la distancia entre el umbral de la puerta y el improvisado galpón de madera. Abre la puerta. La puerta cruje, jadea, como queriendo de una vez por todas morir. Ingresa con cautela. Todo incluso lo más ordinario lo realiza con cautela. Siempre. Siempre con cautela. Debe habituar sus ojos a la penumbra. Fácilmente localiza lo que fue a buscar, blanco, lechoso, fulgura en la oscuridad. La toma con ambas manos. Paciente desanda la ruta recientemente recorrida. Apoya el bulto que en mano derecha danzaba, sobre la mesa de madera, desenreda la madeja. Suave al tacto, la acaricia, le genera un enorme placer apoyar las manos sobre ella. Toma una de sus puntas, mide una y otra vez, calcula el largo necesario, tomando como referencia la longitud de sus propias extremidades. Forma el nudo. Verifica que se encuentre trabado. Se encamina al sauce, siempre el mismo sauce.

Toma la punta opuesta a la del nudo la arroja sobre la rama más gruesa y recta que tiene el árbol. Rama sobre la cual se divisa una especie de surco labrado por el puñal o el viento. Prepara el nudo, el otro nudo, un nudo incluso más fuerte que el anterior. La silla de chapa se encuentra junto al árbol desde hace varios días. La mano ajada sobre el respaldo. Tira. El frió caño impacta en la palma de su mano como anzuelos oxidados. Coloca la silla junto al nudo ubicado en el suelo, justo debajo del otro ubicado en la rama. Toma la soga, con la placidez que se toman aquellas decisiones únicas e irrepetibles, la coloca en su cuello, apoyo el pie derecho sobre la silla y sube a la misma. El sol hace tiempo que gano el cielo azulejo de la pampa, el chaperío de zinc vomita una lava plomiza que lentamente baja sobre su mirada. Sin más preámbulos que el miedo a lo desconocido golpea la silla, la deja caer, jadea, ahora si, es él quien jadea. Flota largos segundos en el aire. Su cara deambula a través de matices de colores fríos. La falta de oxigeno inyecta sus ojos de sangre. Siente, tal vez sueña, que levemente la soga desciende al infierno. La sensación aumenta a cada segundo. El impacto de su desinflado cuerpo contra el suelo, sí produjo algún tipo de sonido, nadie alcanzo, ni pudo oírlo.
Recuperado, con los pulmones hinchados de delicioso aire, alza la vista a la copa del árbol, observa atónito la rama, mira el lánguido surco, se interroga ¿Por qué a mí? ¿Ni siquiera esto? Preguntas retóricas, interrogantes gastados. Ya sin fuerzas clava los ojos en la tierra, se levanta, se dice y se repite mañana será otro día, mañana seguramente será un día mejor.


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Javieroscar16 de septiembre de 2013

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