Fue al calor de una noche de fiesta, de nostalgias y alegrías, de amistades sorprendidas entre las sombras de Dionisos, cuando le sentí tan cercano, tan afín, tan divino, que me enamoré perdidamente de él. Fue casi sin querer, sin pensar, mientras se dejaba hacer pasando de mano en mano, entregándose, ofreciéndose a mis sentidos.
Lo observé expectante al principio, curioso después, excitado al contemplar que su rojo atuendo y sus movimientos sinuosos dejaban en mi mirada un poso de avidez desmedida.
Noté enseguida su fragancia derramándose sobre mí. Su aroma me inundó debilitándome, deshaciendo cualquier mínimo intento de resistencia por mi parte. Me abandoné a la calidez de su abrazo como sumiso y fiel amante.
Me acerqué, se acercó, nos rozamos levemente y abrazando su frágil figura, delicada y fría, pero caliente y dulce a la vez; no pude resistirme ni un segundo más. Le besé lentamente, me besó. Nos besamos apurando cada sorbo de un beso líquido y profundo, que ató su lengua a mi boca en un instante perpetuo.
Desde entonces vivimos una pasión desmedida, verdadera, sobrehumana, que nos une a la tierra y a la vida de manera casi animal, irreflexiva, y a la vez solemnemente reprimida por la rígida farsa del protocolo social. Sin embargo, hemos decidido desvelar con franqueza nuestro sentimiento, nuestro amor di-vino, proclamar abiertamente que somos amantes de pura cepa, discípulos de Plinio el Viejo y de su sabio proverbio latino in vino veritas
.
(Amante del buen vino)
Dijerase que hablas de un gran reserva y sin embargo lo haces con la gracilidad de un vino de cosecha y con el sabor de el roble de un crianza que intenta reservarse.
Un estupendo texto.
Un saludo.