Se agachó y cogió, intrigado, un papel arrugado, lo desdobló con prisa, antes de que el barro, que lo cubría todo, convirtiera también en barro aquel misterioso proyectil disparado desde la miserable tienda de campaña situada frente a la que él ocupaba en el Paraíso Perdido de Idomeni.
Sus ojos de niño sirio de doce años, negros, tristes, enfermos, cansados; comenzaron a llenarse de luz, de nueva vida, mientras curiosos leían: anoche soñé contigo, ni la lluvia, ni el hambre, ni el frío me lo impidieron. Luego, buscó con ansiedad hasta encontrar otro par de ojos claros que, desde la distancia, le observaban prometiéndole un refugio de amor.
Incluso en el Infierno más cruel y despiadado, unos ojos pueden transportarte al Paraíso.