Temblamos con solo escuchar sus pasos acercándose por el pasillo. Encerrados en el aula, sentados en absoluto silencio, esperamos hasta oír el chirrido de la puerta al abrirse. Cuando su rostro se asoma con esa mirada que parece trepanarte el cráneo, nuestros temblores se agudizan. Nos observa y sonríe de manera simiesca mientras se acomoda. Abre el cajón de su mesa, introduce la mano y, armado ya con la vara de avellano, la posa lentamente sobre el tablero de madera antigua. Un ruido de pequeñas gargantas tragando saliva pone de manifiesto que la tortura diaria comienza de nuevo.
Que bien escrito está! Como si lo estuviéramos viendo.