Hacía casi dos milenios que lo habían crucificado y así permanecía, como siempre, imperturbable, estando sin estar. En cada templo, en cada casa, en cada pecho, guardaba un eterno silencio, observándolo todo desde la privilegiada posición del que se sabe poseedor de la verdad y el poder.
Por eso, después de tanto tiempo, aún sigo preguntándome cómo es posible que una sofocante tarde de verano, cuando el viejo cura de mi pueblo se empeñó en encerrarse conmigo a solas en la iglesia, aquel inmenso Cristo románico se descolgase de su cruz y cayese sobre él aplastándolo como si de un gusano se tratara.
Ohhh...¡es que ya no se que decirte para no repetirme!, te diré lo que sentí al llegar al final de tu "pequeña joya", un escalofrío me recorrió el cuerpo ...
Gracias por escribir así, un abrazo.