Por la noche rezo a la luz de la luna hasta que la soledad y el tedio me rinden. Lleno de gozo, imploro a mi amada que no vuelva el día, que una noche infinita nos arrulle con su sedoso son de sombras. Contemplándola, henchido de felicidad, me quedo dormido bajo su argentino manto. Mis pensamientos me abandonan entonces y se dirigen lentamente hasta su cara más oculta para bailar allí la dulce danza de los sueños. Ella, cual diosa enamorada, acaricia mi cuerpo desnudo y se dispone a concederme, generosa, sus favores: la juventud eterna y el sueño perpetuo.