Era en días de lluvia, tan escasos como mágicos, cuando me cogías de la mano y recorríamos calles enanas como si fuera la primera vez.
Escuchaba tu hablar, siempre entusiasta y apasionado, tus rollos, tus movidas. Lo escuchaba todo con sonrisa de mujer y ojos de niña.
Tú me mirabas y me estirabas del brazo haciéndome odiar todas aquellas letras de amor por ser estúpidas y pequeñas mientras escribía mi nombre en las paredes de tu cuarto.
Tú te balanceabas en tu columpio tocándome la guitarra con actitud hechizada.
Yo me reía de tus sombreros estrafalarios y tú me presentabas a tus peluches.
Corríamos a la orilla de nuestros límites y, asustados pero felices, reconocíamos que en aquel mundo no había nadie más que nosotros.