Abro la cortina de la ventana, para observar la leve caída de la garúa sobre los vidrios. Pienso. Ante mis ojos una figura incierta se alza como un fantasma del presente, traído de las lejanas corrientes de la distancia. Siego meditando, pero a nada llego. En vano me devano los sesos por comprender toda esta situación, misteriosa y engorrosa, pero al mismo tiempo dulce, provocadora, que incita a continuar. Como el dulzor del aroma de la miel, me llama. Y voy, aunque no tenga idea de a dónde me dirijo, a dónde iré a parar. Tampoco reparo mucho en ello. El embriagador perfume del fantasma, en su lejanía, llena mis sentidos, irrumpe en mi alma cual ráfaga de cándido viento, en esas tardes húmedas y aplastantes que preceden a la tormenta. Así el vendabal de su calor arrasa conmigo, me arrastra. Y yo me dejo llevar.
Sin embargo, hay veces en que logro preguntarme a donde es que iré, porque es que no me interesa saber cuál será mi destino, si me dejo abrazar por esas lenguas de aroma, prometedoras pero inciertas.
Pero a nada llego, porque en el fondo ya tengo mi respuesta. Soy prisionera ya del perfume del fantasma del presente, y continuo siguiendo su huella como una pequeña bestia, exhausta, hambrienta y desamparada, perdida en la intemperie, buscando desesperadamente ser una con aquella sombra de lo que es, y que no logro alcanzar todavía.
