Tus dedos en mi espalda dibujando un pentagrama. En ella te convertiste en uno de los mejores directores jamás conocidos. Entonabas cada do en un beso, cada re en un abrazo, cada mi en una caricia. Siempre igual pero con un tono diferente. Jamás hiciste de mí una obra monótona. Sabías qué nota utilizar en cada instante y juro que jamás te equivocaste. Conforme subías por mi espalda, la obra era cada vez más y más intensa, y fue en el momento en el que rozaste mi clavícula izquierda cuando me di cuenta de que aquella sería la mejor obra que nadie habría podido componer jamás.