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No Dejare Memorias

NO DEJARÉ MEMORIAS

El numero 9 de la Rue Laiffere estaba atestado de gente aquel martes lluvioso y frio de noviembre. El motivo era el fallecimiento del joven Isidore, que vivía en la tercera planta del edificio. El tal Isidore vivía solo, y fue cuando el cadáver comenzó a desprender mal olor cuando uno de los vecinos llamó a los gendarmes y procedieron a derribar la puerta. Allí, tumbado en un sofá, estaba el cadáver del finado.
La policía determinó que la muerte se produjo por un fallo cardíaco y que no había indicios que pudieran apuntar a una muerte violenta. Por tanto, los gendarmes avisaron a la funeraria y dos operarios, ataviados con el típico atuendo de ese oficio, bajaron el ataúd por las angostas escaleras mientras los vecinos del inmueble observaban cada detalle sin parar de comentar cosas concernientes a la vida del tal Isidore, al cual le suponían unos ventitantos años.
Los padres del fallecido, miembros del cuerpo diplomático francés en Uruguay, no pudieron asistir al entierro. En aquellos años de finales del siglo XIX, cruzar el Atlántico no era cosa fácil. Debía hacerse en barco y llevaba como poco veinte días.
Monsieur Ducasse ordenó que su hijo fuera sepultado en el cementerio de Pierre Lachâise, bajo el rito cristiano, y así se hizo.
Dos personas asistieron a la ceremonia, su amigo Alain Dupont, compañero de clases en el Lycée de Tarbes y una jovencita de quince años que lo visitaba de vez en cuando. Bajo una lluvia torrencial y un cielo gris y tormentoso, el señor Isidore Ducasse recibió cristiana sepultura y nada más se supo de él.
Pero Alain Dupont, amigo de Isidore, fue al piso tras el entierro para recoger las escasas pertenencias del finado y mandarlas a su familia. Lo que sigue es el relato, escrito de su puño y letra acerca de lo que encontró.

Miércoles, 29 de noviembre de 1879. París.
Hay han enterrado a mi amigo Isidore Ducasse. Se hacía llamar Comte de L´autrèamont y estudiaba Leyes en la Universidad de la Sorbona. No era mal estudiante, pero no tenía vocación para ese tipo de carrera, y lo hacía para seguir recibiendo la generosa paga que su padre le enviaba desde Montevideo, donde él era cónsul en la embajada francesa y con la que podía vivir en el París de la época, la Meca de todo artista que quisiera vivir de su arte.
Isidore era poeta. Escribía también prosa rítmica, como él la llamaba, y su estilo era peculiar y totalmente fuera de los moldes academicistas de la época. Para ellos, lo que Isidore escribía carecía de sentido, de técnica y de interés literario. Esas fueron las críticas que recibió su obra Poesías, publicada con su dinero y de la cual hizo unos doscientos ejemplares. No vendió ninguno.
Yo lo conocí en el liceo de Tarbes, cuando ingresó en esa escuela con catorce años y recién llegado de Montevideo. No tenía más amigos que yo y era un tipo muy tímido y reservado. Su aspecto era muy singular. Era más alto que la media, y muy delgado. Su cabello negro contrastaba con la palidez marmórea de su rostro. Poseía unos ojos color azabache, dotados de un brillo y de una viveza que denotaban unos mundos interiores complejos y fantásticos. Lucia un modesto bigote de tipo tártaro, descuidado y salvaje. Si bien su aspecto era harto desaliñado y propio de un menesteroso, sus modales eran exquisitos, evidenciando que había recibido una esmerada educación. Hablaba perfectamente español, igual que francés. Nació en Montevideo y por ello dominaba los dos idiomas a la perfección, si bien toda su magra obra literaria está escrita en francés, aunque con constantes reseñas y uso de términos españoles.
En Tarbes vivía con una familia que no tenía hijos, y a los que tenía alquilada una habitación. Cuando terminó el bachiller, marchó a París para estudiar Leyes, y yo seguí manteniendo contacto con él pese a vivir en lugares muy apartados de la capital. Yo estudiaba Filosofía y nos veíamos con relativa frecuencia, pero no más de un par de veces al mes.
La última vez que fui a visitarlo, unas tres semanas antes de morir, lo encontré demacrado y más pálido que de costumbre. Me dijo que comía muy poco y tomaba mucho café. Me confesó que no estudiaba nada más que lo preciso para seguir recibiendo la paga de sus padres, pero que su sueño era ser escritor. Admiraba a Baudelaire y a Artaud, y quería publicar algunas obras que había escrito últimamente. Me dijo que estaba escribiendo una obra llamada Les Chants de Maldoror (el título es un juego de palabras que hace referencia al Mal d´aurore, un eufemismo que significa vicio masturbatorio, con lo que el título significaba Los Cantos del Pajillero). La obra, en prosa poética, tendría seis cantos y, según dijo, estaba terminando el quinto de ellos. Cuando le pregunté ¡de qué iba la obra, se limitó a decirme que ni él mismo lo sabía: escribo lo que me viene a la mente, ni más ni menos; no obstante trato de condensar en ella mi particular visión del mal en la humanidad.
Los vecinos me dijeron que solía levantarse pasadas las tres de la tarde, y entonces hacía café y tomaba alguna medicina que desprendía un fuerte olor; acto seguido, recitaba versos acompañados de acordes al piano, instrumento que aunque no dominaba, sí que usaba para sus creaciones. Luego, ya anochecido, salía vestido con un largo gabán de color negro, muy ajado, y regresaba casi al amanecer, solo y, alguna que otra vez, acompañado de una joven que no tendría más de quince años con la que fornicaba, a juzgar por los sonidos que salían de su apartamento.
Aquel miércoles, tras el sepelio, fui a su casa y me encontré con una verdadera leonera. El desorden era total. Olía a cerrado y a lo que los vecinos llamaron alguna medicina pero que era opio en realidad. Estaba muy enganchado al opio, el cual pagaba con la generosa paga que le enviaban sus padres.
En su mesa de estudios, algunos manuales de derecho y varios libros de poesía, entre los que destacaba Las Fores del Mal de Baudelaire, el cual estaba muy manoseado y subrayado, con innumerables reseñas escritas en los márgenes y algunos en el que había destacado algunos poemas concretos. Todo eso evidenciaba el gran interés que esa obra despertaba en Isidore.
Encontré también unos veinte ejemplares de su obrita Poesía, así como unos cuarenta ejemplares de los dos primeros Cantos, que el también había autopublicado. Una cafetera, dos platos y algunos cubiertos y tazas eran todo su menaje de cocina. En un bote, con una etiqueta pegada que rezaba Laudanum quedaba cierta cantidad de la droga. También había otras substancias que no pude determinar.
Seguí indagando en aquel desorden, y sobre el piano encontré un sobre que decía para mi amigo Alain que era yo. Lo abrí y había unas pocas líneas escritas por él que decían:
Querido Alain: si lees esto es que yo ya estaré muerto. El opio que estoy comprando últimamente suele venir muy cambiado, lo mismo está my fuerte que apenas me hace efecto. No me extraña pues que cualquier día tenga una sobredosis. Por ello, te dejó mi particular testamento, por si ocurriera lo que, más pronto que tarde, debe ocurrir.
Te dejó todos mis libros, los ejemplares de las ediciones de Poesía y de los Cantos publicados. También te dejo los otros cuatro cantos manuscritos y algunos escritos más que no he corregido siquiera.
A cambio, solo te pido una cosa: haz con ellos lo que te plazca, pero por favor, respeta lo que siempre te he dicho:  Je ne laisserais pas de memoires. Solamente respeta ese deseo: no quiero ser recordado, jamás, y en todo caso, si lo fuera, que sea como Conde de L´autrèamont y no como Isidore Ducasse.
Por favor, cuida de Marie, mi joven amante, que me quería, ya la que dejaré sola en este mundo cruel.
Un abrazo eterno.
Del Comte de L`autréamont.
Así terminaba la misiva. Según pude enterarme por los vecinos, llevaba unos meses viviendo allí, pero no se relacionaba con nadie y sus hábitos de vida eran un tanto extraños: solía salir al anochecer y volvía al alba. Durante el día no se notaba su presencia, seguramente estaba durmiendo, pero al caer la tarde comenzaba su rutina, consistente en tocar el piano mientras, en voz alta, declamaba frases que para los vecinos carecían de sentido alguno.
Aunque no hubo quejas formales, los vecinos, entre ellos, comentaban las rarezas del sujeto y a más de uno le molestaban aquellos recitales de piano y voz, los cuales erran calificados de forma unánime como propios de un loco.
De vez en cuando, y durante la madrugada, subía acompañado de alguien y ese visitante solía salir por la mañana temprano. Alguna vecina que lo vio, asegura que era una chica muy joven y que debía ser prostituta, a juzgar por los sonidos que provenían del inmueble, los cuales relacionaba con actos sexuales.
Estuve leyendo algunas de sus obras, y, de repente, llamaron a la puerta con un golpeo que denotaba enfado y vehemencia. Abrí y un tipo andrajoso y mal encarado me miró fijamente.
- Tú no eres Isidore  me dijo.
- No respondí  Isidore ha muerto y yo soy su amigo que he venido a recoger sus cosas.
- Pues chico, siento decirte que todo lo que hay aquí me pertenece.
- ¿cómo es eso? Tengo su testamento aquí mismo y&
Me arrebató el papel de un manotazo y sin leerlo lo hizo trizas allí mismo.
- Me da igual lo que diga. Ese tipo me debía cerca de cien francos y los cobraré como sea. Así que sé buen chico y deja que cobre mi deuda.
- ¿usted era el que le vendía el opio, no?  pregunté mirándole fijamente a los ojos. No le tengo ningún miedo y, tenga por seguro que se hará la voluntad de mi amigo, y si quiere vérselas conmigo&
De nuevo tuve que parar en seco mi discurso cuando el sujeto sacó un cuchillo de grandes dimensiones y me lo acercó al cuello.
- ¿Te vale esto como testamento?  preguntó socarronamente.
- Puede llevarse el piano si quiere, pero no hay nada más de valor. Solo libros y algunas piezas de vajilla sin interés  le dije.
- Hace tres días que recibió la paga de sus padres y hace dos días le vendí doscientos francos de opio. Me dejó cien a deber, y me aseguró que me los pagaría ayer&
- ¿doscientos francos de opio? Deje que le pregunte una cosa ¿con eso puede morir una persona por sobredosis?
- Esa cantidad mataría a cinco personas  respondió.
Entonces lo comprendí todo. Isidore se había quitado la vida. Cogí el bote de Laúdano y observé que solo quedaba una pequeña cantidad. Se lo di al traficante y le pregunté si era posible que hubiera tomado el resto para provocarse la muerte.
- Siempre se lo vendía en resina, pero él lo hacía laúdano y lo tomaba con café. La cantidad que le vendí anteayer llenaría este bote por completo y el opio era de primera calidad.
Probó un poco del laúdano que quedaba y lo escupió de inmediato.
- ¡demonios!  exclamó. Esto es tan potente que con solo la mitad del bote hubiera muerto.
Subieron dos hombres y cargaron el piano. Luego se marcharon. Me senté en el sofá y me puse a recordar viejas historias de Isidore. En el Liceo de Tarbes era ya un gran escritor. Recitaba a Baudelaire entonando los versos con un ritmo muy particular. Luego leí algunas de sus poesías. Todas hablaban del mal que rige los destinos de la humanidad. Más tarde, cuando terminé el cuarto canto, comprendí que también él, como De Quincey, había descubierto los terrores del opio, y lograba una metáfora exacta entre el mal y la substancia infernal.
Estaba a punto de marcharme cuando, por casualidad, encontré algo bajo un cojín del sofá. Era una especie de diario. Su comienzo databa de un año y medio atrás. Comencé a leerlo con fruición. Decía:
Sábado, 14 de mayo de 18**.
Temí que las posaderas del asno hubieran sido laceradas por el látigo de la maldad humana. El animal, quizá imaginó una cópula estremecedora cuando le torturaban. Nada vivo carece de sentimientos. El recurso a la maldad lleva la paz a las mentes perturbadas. Todo lo que ha sido creado, lo fue con el fin de servir al mal. Luego, ya dueño y señor del desdichado que cayera en sus garras, no podría oponerse a su bautismo maligno.
Lunes, 16 de mayo de 18**
Miré el rostro del desgraciado y no ví el más mínimo atisbo de esperanza. La risa es necesaria para combatir al mal. Tomé entonces una navaja acerada y le hice dos profundos cortes en las comisuras de los labios. Pero la sangre me impidió ver la risa que, por vez primera, habría esbozado en su vida.
(&&&&&&&)
Jueves, 15 de diciembre de 18**
Nacerá en la reseca tierra de los desolados páramos. Crecerá sin que la lluvia sacie jamás su sed eterna. Y carente de la savia vital, se unirá sin dudarlo al ganado de la pobreza.
No seguí leyendo. Ya lo haría más tarde. Isidore abría su alma como yo las páginas de aquel librito que, el mismo, había confeccionado con paciencia y escasos medios.
Dediqué mi tiempo mi dinero a publicar los cuatro cantos que faltaban y, poco a poco la obra fue teniendo aceptación entre los círculos más progresistas de artistas del París de la época.
Seguramente, Alain Dupont ignoraba hasta qué punto su amigo influiría en la literatura de vanguardia. Hoy día es considerado el padre del surrealismo literario y el admirado por todos los que aprecian su obra y, como ocurrió en mi caso, cuando leí aquellos cantos por primera vez descubrí a uno de mis grandes autores favoritos. Y siempre, en mi mesilla de noche, está un ejemplar de esa obra, que leo y releo y cada vez que lo hago descubro cosas nuevas.
Laureanoramirez04 de mayo de 2017

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