Encerrado, sin salida. La transpiración se escurre por sus brazos, desesperación. Hacia arriba nada, hacia abajo un simple panal de abejas. Parado sobre una madera floja, que se mantenía firme gracias a la esperanza. Imposibilidad de un paso en falso y los aguijones listos para atacar. En la pared color, un teléfono antiguo no dejaba de sonar, llamándo una y otra vez a un desconocido final.

Quien estaba parado allí, lucía su reflejo en un gigantesco espejo de oro, su rostro se distorsionaba y su cuerpo parecía hundirse en la más dulce esfera de llanuras eclípticuas. El ya no era quien alguna vez fue, ese espejo era la inquietante lluvia, el más dorado pincel. No había salvación posible, excepto crecer. El magnetismo se hizo realidad incontrolable y sacudida por la verdad. Al pasar el espejo, ya no podría dudar. Azul, tal vez, el color de sus ojos que veían más allá. Negra el alma, esa que debía purificar.

El salto se dio y ese universo desconocido era tan familiar como un ramo de rosas próximo a nacer o la risa de un angel que comienza a enloquecer. ¿Qué será la vida? preguntó al llegar, cuando las reencarnaciones empezaron a renacer de las cenizas. Era el aire, no lo sé, pero jamás allí sería como en casa, tan solo el reflejo. Vida tras la vida o un deseo de caos infernal, nunca lo sabremos. La luz no hizo eco, todo se apagó.

Si ya no era el pues quien sería entonces esta alma retorcida. Un simple final o tal vez las monedas de oro de una flor enquistada en el olvido. Ya tras el espejo no había vuelta atrás. La muerte en un instante y mil años callarás.

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