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El Algo

El blanco la abarca, la incluye en un esquema de necesidades, le embute en un repertorio sin memoria. Blancos ventanales, paredes, pisos y cobertores. Blancos la mente, el intelecto, el pensamiento y el sentido. Y ese olor indigesto a acaroína, a miasma cautivo, a lavandina ulcerante.
En tanto pasa el tiempo, murmura ficciones y sueña perseverancias del cansancio, guardapolvos y miradas vacantes. Mientras cuenta sus dedos recuerda a Leonora, esa lacra constante como su necesidad, ese moscardón intemperante tan descompuesto como sus hábitos. Leonora y sus manos quemadas de alcohol, Leonora y sus pies sucios de intemperie. Leonora, su misma grosería. Leonora, su espejo.
Ya no está, se fue la noche o el día en que abrió la ventana y salió volando sin darse cuenta de que tenía las alas quemadas.
Ahora es la soledad destemplada, áspera, intratable.
Y con más ahoras se da vuelta y ve algo blanco, dejado allí por la mujer también blanca. Se queda mirándolo, no comprende. Cuenta más dedos y no comprende. Teme moverse y que ese algo la envuelva hasta asfixiarla. Lo roza con la sábana, no convulsiona. Le apoya la palma de una mano, no reacciona. Lo toma con miedo y lo coloca sobre sus piernas encogidas. El algo permanece allí, imperturbable. Abre el cajón de la mesita y busca su lápiz labial, se lo pasa por los dientes. Permanece en quietud a ver qué pasa. Aparece la mujer de blanco, y le grita cosas misteriosas, y le estruja con fruición un trapo con agua.
Pasados el dolor y la rabia ve que eso que se llamaba lápiz labial ha rodado debajo de la cama. Teme moverse y que el algo se le caiga también, haciendo que la mujer del guardapolvo se enoje nuevamente. Entonces llama a su madre. Es buena su madre, tiene ojos de campo y sonrisa de tiempo. Además, siempre acude al instante para acunarla, sentada a su lado, abrazándole.
Le muestra el algo y el lápiz de labios. Su madre, entre veladuras de seda, le toma la mano y conduce los trazos. Van apareciendo dos ojos, una nariz, una boca. También cabello y un lunar conocido en la mejilla.
Cuando se da cuenta de que la madre se ha evaporado en su aura, abraza al algo con facciones ahora rojas, lo cubre con su cuerpo, aferrándolo; ha percibido que el algo es inofensivo.

La encontró, ya fría, el médico de la guardia nocturna. Le sacó el papel de las manos, arrugado. Era un retrato. Era Leonora, la reconoció sin dificultad.

Lu
Luia07 de agosto de 2014

2 Comentarios

  • Voltereta

    Nunca lo he dicho, pero escribes ¡de puta madre!, me has hecho sentir escalofrios, cuando alguien consigue que el lector se sienta personaje, es que es escritor y eso sin duda eres tú.

    Hace mucho que no leía algo que me acariciara el alma.

    Me lo guardo.

    Un saludo,Luia.

    08/08/14 11:08

  • Luia

    Si es que lo he conseguido, Voltereta, me hace muy feliz.

    Beso grande
    Lu

    11/08/14 11:08

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