TusTextos

Caín No Quiso Firmar (episodio 5)

Daba igual que no contestara al teléfono y que hiciera caso omiso a los mensajes por las redes sociales. Me presenté en su puerta con el regalo que le había comprado, donde esperé horas, con el alma envenenada y tremendas ganas de fumarme un cigarrillo, vicio que había dejado hacía mucho tiempo, solo para calmarme. Hasta que la vi aparecer girando la esquina de su calle.
Llevaba puesto un espectacular vestido que le sentaba radiante. Sonreía y venía bromeando, a la cabeza de su grupo de amigas. Con una mano sostenía la cadena de su perro, que fue el primero en reparar en mi presencia. La otra estaba cogida a la cintura de su amigo Raúl, que se soltó inmediatamente cuando me vio. Me acerqué a ella con mi mejor sonrisa, que no me devolvió. Sus amigas empezaron a cuchichear, echándome miradas de soslayo. Puse la expresión más gélida que pude, a lo que añadí una petición a mi novia para hablar solos. El gilipollas de Raúl dijo:
-No creo que le apetezca hablar contigo a solas.
-Tú a callar, que aquí no pintas nada- le contesté. El listillo se encogió de hombros y se unió a las habladoras amigas de mi novia.
-Has venido –dijo ésta, forzando un comentario amable en vista de lo tensa que se estaba volviendo la situación.
-Feliz cumpleaños, nena – le dije, tendiéndole el regalo.
Lo abrió después de decir “gracias” y apenas lo miró antes de dárselo a una de sus amigas, que lo guardó en una enorme caja, en la que había más –y mejores- presentes que el mío, como pude ver de refilón. Luego me explicó, con poco entusiasmo, que venían de una fiesta sorpresa que le habían organizado, y que después de dejar los regalos en su casa, iban a tomar un par de copas por los bares cercanos. Si no me habían avisado era porque no tenían mi número; mentira medio piadosa que acepté por no echar más leña al fuego. Parecía interesada en arreglar las cosas, pero en otro momento, y juzgué mejor no estropearle el día con mi atropellada confesión y limitarme a no seguir con esa serie de delitos irrevocables mientras tanto. Pese a que no me estaba gustando la crónica sin descanso de sus amigas a sus espaldas, ni las miradas de condescendencia de Raúl, decidí batirme un poco más antes de emprender la estratégica retirada. Pero cuando fui a besarla, ella apartó los labios y solo nos despedimos con dos ósculos, uno por mejilla.
Celoso, ofendido, perturbado y derrotado en todos los frentes, Caín sugirió que presentara mi dimisión en aquel comité improvisado, a lo que yo accedí sin reservas. Me despedí de ella, sugiriéndole que disfrutara de su fiesta, que la llamaría al día siguiente para vernos y hablar de nosotros. Esbozó una pequeña sonrisa y abrió la puerta para que sus amigas y el tarambana de Raúl entraran dentro y dejaran los regalos. Si las miradas matasen, ni un inmortal como yo presumía de ser se hubiera salvado de aquel paseíllo, pues todos se convirtieron de pronto en reptantes basiliscos que no ocultaban su desprecio por mí. Me abstuve de preguntar qué coño hacía agarrada por la cintura de aquel capullo, o por qué no respondía a mis llamadas. Antes de irme, iba a acariciar a su perro, el único que parecía no guardarme rencor. Pero este se apartó y se despidió de mí gruñéndome amenazadoramente.

Me marché de allí más destrozado de lo que había llegado, con “Enemy” de Fozzy sonando en el coche, mi kyrie favorito en mi particular liturgia musical. Estaba aparcando providencialmente cerca de casa cuando mi móvil vibró tras recibir una notificación de mi correo electrónico. Desbloqueé y vi de que se trataba: la calificación definitiva de la asignatura de antropología.
Pelayo Urquijo: notable alto.
Llevar a cabo una de las fantasías eróticas de Valcárcel me había hecho aprobar, y con buena nota, el examen que ponía fin a un largo camino por el valle de la amargura estudiantil. Alcé la vista ante un repentino hormigueo en la nuca y vi a Caín contemplándome desde el retrovisor.
-Puedes hacer lo que quieras.

Así dio comienzo una serie de eventos en los que poco importaban las consecuencias de mis actos. El sentir a Caín como algo indisoluble dentro de mi vida me hacía pensar en un encadenamiento voluntario a la roca de Prometeo. Yo era el titán que, a pesar de otorgar el secreto del fuego a los hombres, debía ser castigado mediante un águila que devorara todos los días mi hígado, regenerándose mi órgano por la noche para estar listo en la siguiente jornada. Pero este Prometeo se había encaprichado de su condición de preso, y no podía, pese a sufrir remordimientos, liberarse de ella.

Antes de ponerme a escribir esta relación, ya sabía que él no la aceptaría. Y así fue. Caín no quiso firmar esta expiación, con lo cual se convirtió en una apócrifa carta de arrepentimiento, un chiste de alguien sin gracia, una apología del caos.
Poco después del cumpleaños, recuerdo a duras penas haber conducido mis neuronas a la hecatombe etílica más abyecta que jamás he planeado. Me encerré en casa a beber como una suerte de Nicolas Cage abandonando las Vegas, como un Hemingway con barra libre de mojitos.
Ocasionalmente salía a la calle, de noche. Mi delirium tremens ganó la batalla a los retazos de heroísmo que aún me quedaban y patrullé las calles del barrio como una fuerza de la Naturaleza. Mi impotencia ante la situación que yo mismo había creado solo se veía resuelta con la violencia y el sexo. Mi toque de rey Midas había convertido lo que en origen quería salvar en algo tan dorado y valioso como intangible. No sentía nada, ni el frío en los pulmones ni la sincera gratitud de un mendigo recibiendo mi limosna. Me había vuelto el oscuro proyecto de un villano, un ser puramente nihilista sin más objetivo que devorarse a sí mismo, en un atávico ritual de arquetípica antropofagia, y morirse entre su propia cochambre.

Tengo, y he de expresarlas aquí, imágenes difusas unidas por un huracán emocional demasiado denso como para poder siquiera hacer un croquis de las mismas. Las rememoro y entro en un laberinto donde la única regla es que no hay reglas, pero sí existe el castigo por infringir la ley.
-¿Qué quieres que le haga? – me pregunta, semidesnuda, una muchacha de unos dieciséis años. Estoy en mi casa, en la habitación principal. Mientras me masturba con una mano, con la otra acaricia los pechos de otra chica, tal vez de su misma edad, o mayor, no lo sé. Me miro en el espejo y Caín me sonríe con ojos dilatados como túneles dentro de una mina.
-Perdona, amigo. ¿Tienes fuego? – un borracho balbucea detrás de mí. Estoy de pie en el Boulevard de Bucéfalo y mi interlocutor me mira, esperando mi respuesta, con un cigarro apagado en la boca. Da la impresión de que se caerá si no le agarro, pero no lo hago.
-Documentación, por favor – una voz autoritaria me hace centrarme de nuevo y dejo de divagar. Estoy en una plaza que no reconozco. Es de noche y hace frío. Dos agentes de policía me han detenido, aunque desconozco el motivo. No tengo por qué pararme.
-Cómele las tetas- le ordeno a Alfa, la chica que me ha preguntado. Beso todo su cuerpo mientras Omega, completando la trinidad de extremidades entrelazadas que hay sobre la cama, estimula mi perineo con su lengua. Estoy vacío de alegría, pero consigue excitarme.
-¿Tienes fuego o no? – la cara de Alfa se transforma en la de un desdentado yonqui y/o venerable alcohólico. Siento odio por haber arriesgado mi integridad física y mental por una sociedad capaz de crear personas tan desagradables como esa. Lo atravieso con la mirada, reconociendo a uno de los dos asaltantes que atacaron a aquel anciano en mi primera gran intervención como vigilante. El tío rebusca en su bolsillo.
-¡Documentación, no se lo repito más! – el borracho se convierte en un agente de la ley, un hombre capaz de administrar la justicia que yo no fui capaz de defender. Le comento que hay un peligroso individuo que ronda por las noches y creo que tiene una navaja, que necesito ayuda ante un peligro urbano como él porque reconozco que hasta un héroe necesita ayuda a veces.
-¿Quieres que se lo hagamos juntos entonces, guapo? – en realidad es Omega la que está vestida de policía. Las he invitado yo, pero no me acuerdo cuándo. Creo que son dos de mis antiguas “amigas”, y superan a otras como Cecilia por mucho. Alfa está atada y con los ojos vendados, lista para una sesión de bondage que promete ser muy tórrida. Les hago copia por duplicado del placer que me han pedido y abro la cerradura del orgasmo, camuflando sus gemidos con un sonoro “No tengo fuego, hijo de puta” que le grito al borracho cuando reaparece enfrente de mí.
-¿Vas buscando problemas, chaval? – saca una arma blanca, pero no aprecio ni la longitud ni el filo. Tal vez ni siquiera hay arma blanca, pero me asusta, así que le empujo y cae. Salgo corriendo mientras veo que he tirado a Starsky al suelo y que su compañero Hutch trata de reducirme. Empiezo a gritar a los cuatro vientos mi inocencia.
-Solo trataba de enmendarme, solo eso…La he pifiado con mi novia, tendría que haberla llamado...
-¿Para qué quieres a tu novia con nosotras aquí? – me dice Alfa, con voz sarcástica. No estoy huyendo de nadie, es Omega la que se está corriendo en la mano de su compañera, mientras empapa mis sábanas. Empiezo a salivar en el clítoris de una de ellas mientras penetro a la otra, sentada a horcajadas encima de mí.
No. Espera. No es una mujer. Es un hombre. Una proteica quimera, pues primero toma la apariencia de un yonqui que trata de apuñalarme y luego el de un hombre de Harrelson reduciéndome.
-Aún me queda algo de héroe, hijo de puta-consigo invertir las tornas de la pelea y descargo mis puños una y otra vez contra la cara del borracho. Suena “Otherside” de Red Hot Chilli Peppers y me siento extremadamente poderoso; hasta que me doy cuenta que he convertido su rostro en pulpa sanguinolenta. Eso no está bien, es un acto horrible. Horrorizado conmigo mismo, me encuentro de nuevo corriendo, acelero y llego a tiempo a casa, dejando atrás a los dos figurantes de Loca academia de policía, a tiempo para escuchar el prolongado orgasmo de Alfa o de Omega, no estoy muy seguro de cuál de las dos, tras una sesión de sexo anal sin lubricante. Me tumbo en la cama, en la que curiosamente no hay nadie más que yo, aunque juraría que acabo de escucharme follando con dos menores de edad de hormonas revolucionadas.
Al día siguiente desperté con la resaca más rencorosa, vengativa y ofensiva que he tenido: esos son los adjetivos que describían la garganta cargada de espesa capa flemática y los intermitentes pinchazos en el hígado. Una ducha fría y un té con limón rejuvenecieron mi cuerpo, sepultaron como pudieron los recuerdos de la noche –o noches- anteriores y me hicieron darme cuenta del abismo en el que me había sumergido. Consulté el calendario de la que salía a dar una vuelta para despejarme y vi que llevaba al menos 96 horas en blanco.
Mis padres habían decidido venir a comer conmigo y no me acordé hasta la mañana del día en cuestión.
Una limpieza digna de anuncio dejó la casa impecable para cuando llegaron. Se empeñaron en cocinar y hablamos de todo lo que había dejado de tener importancia para mí. Mis respuestas sibilinas y mi enigmática manera de actuar eran cosas a las que siempre estaban acostumbrados, así que pude solapar mi desasosiego interno hasta el café en la sobremesa.
Salió el tema de qué tal iban las cosas con mi novia y confesé como si me hubieran administrado el suero de la verdad. Era cierto lo que se decía sobre que la comprensión de la familia no se podía hallar en ningún otro lugar. Una pequeña parte de mí cantaba el “Quédate a dormir” de M-Clan deseando volver a ser un niño sin preocupaciones, cuando el mundo era más pequeño y ser un héroe mucho más sencillo. Vacié mi alma delante de mis padres y me recordaron que un hombre siempre debía ser responsable de sus actos, aunque estos le costasen lo que más quería. Era mi deber empezar de cero, contactar con mi novia cuanto antes y dejar atrás aquel camino al infierno empedrado de buenas intenciones. Sin pensármelo dos veces, eliminé todos mis contactos para no caer en la tentación de nuevo.
No me importó que, tras cerrar los ojos un momento, aquellos fantasmas que yo había conjurado se hubiesen ido sin despedirse. Comprobé de nuevo el móvil: tenía dos mensajes. En uno, mi padre de carne y hueso me recordaba que vendrían a comer el mes que viene, que ya tenían ganas de verme. Sonreí. En el otro, un número que acababa de eliminar manifestaba mi intención de verme cuanto antes, puesto que tenía que contarme algo importante. Daba igual, sabía de quién se trataba.
El estilo era inconfundible.
Antes de salir, me miré en el espejo, y Caín dijo:
-Hay trabajo que hacer. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?

Llegué a casa de Thais poco después, dispuesto a romper la maldita cadena con una jugada maestra. Me recibió con un abrazo que no devolví, y rechacé la copa que me ofrecía. Ya había tenido bastante. Antes de empezar mi discurso de despedida, entabló, sin darme tiempo a reaccionar, una enumeración de mis supuestas virtudes y de cómo le había llamado la atención desde el primer momento. Dubitativo ante el rumbo que estaba tomando la conversación, siguió engatusándome con una ristra de comentarios negativos acerca de su novio, que se clavó como una punzada en mi alma sediciosa. Ella desconocía que cada palabra era un clavo más en mi ataúd, una gota sobre otra en una tortuosa jaula en la que alguien me había encerrado para volverme loco. Añadió por último con una sonrisa que iba a dejar a su novio para quedarse únicamente conmigo, y se quedó callada a la espera de que le respondiese. Probablemente, la muy zorra estaba esperando que le siguiera el juego.
No obstante, su larga serie de palabras con las que había bombardeado la trinchera de mi entendimiento no habían hecho sino desmontar todo el soliloquio que había preparado, explicando mis razones para dejar de verla y mi intención de pedirle, o más bien mandarle, que me olvidara de una vez y para siempre. Sin nada que apelar y ante la aparente marea de seducción que trataba de atraparme, traté de besarla.
Pero Thais apartó la cara, y negó suavemente con la cabeza. Yo lo volví a intentar, sin comprender. Se levantó y me pidió que me fuera, que era mejor que me marchase. Tal vez fue porque vio el sombrío brillo de mis ojos y sintió miedo, aunque es solo una teoría. La seguí hasta la habitación, donde me explicó que no podía pasar nada, que tenía el periodo, y me repitió que me fuera.
Un demonio de nombre impronunciable no habría actuado peor que yo esa maldita tarde. Con voz gutural, pregunté qué coño era lo que pretendía con aquello, que si acaso no pensaba cortar con su novio. Me sonrió indulgentemente y dijo:
-Aún estoy decidiendo qué hacer, no sé con cuál quedarme.
Como si se tratase de la última bala disparada a las buenas costumbres por las que había tratado de regir mi existencia, un residuo del orgullo del héroe que había sido cobró fuerza en mi interior. Solo pensaba lo que Caín quería que pensase: ¿por qué después de haberlo perdido todo, todavía había alguien, aunque fuera una idiota como Thais, que no me escogía sin reservas? ¿Es que acaso no me había probado ya bastante ante el juicio imparcial de la sociedad, del mundo? Carbonizado por la rabia, más Caín que nunca, la conclusión que saqué sobre la actitud de Thais se resumió en una frase que salió de mi viperina lengua con un odio que haría vibrar el mismo aire:
-Eres una puta.
-¿QUÉ?- respondió, arqueando las cejas. Ya no sonreía.
-¡Eres una jodida puta! Solo quieres tener pollas a tu alrededor.
No vi la bofetada ni tampoco me dolió. Lo siguiente que recuerdo es el cuerpo de Thais, de espaldas, mientras mi mano derecha tapaba su boca para impedirle gritar y mi mano izquierda la agarraba con fuerza, pues trataba de zafarse de mi presa. Aún pienso en todo lo que aprendí aquel día acerca de la fragilidad del potencial humano para el bien, mientras penetraba a Thais violentamente, mirándome en el espejo como Christian Bale en “American Psycho” y con el allegro de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak sonando en mi cabeza, como si tuviera una orquesta a mi disposición para completar la macabra escena en su prosaica totalidad. Azoté el culo de Thais solo por el placer de escucharla emitir un sonido que mezclaba el gemido, el dolor y el llanto, y acabé eyaculando y viendo como la sangre chorreaba a lo largo de sus temblorosas piernas. Después de todo, era cierto que tenía el periodo: la hemorragia menstrual también teñía mi pelvis de rojo. Cada segundo que pasó desde entonces era interpretado por mi ética como un metro más abajo en el descenso hacia el abismo, y me sabía incapaz de escapar de esa inmersión, de ese bautismo de fuego en la decadencia, en los bajos fondos de la moral más elemental del hombre. Dejé a una inmóvil Thais en la cama, tras limpiarme con los jirones en los que se había convertido su camiseta mientras se resistía. Antes de salir de allí, exhausto física y mentalmente, pasé delante del espejo del recibidor. Caín me miraba fijamente, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Conecté mi reproductor de música y sonó “In the end” de Linkin Park. Aferrado al borde del precipicio, el errante que había recalado y se había instalado a gusto como mi reflejo a tiempo parcial me dijo algo que acabó definitivamente con mi fortaleza espiritual:
-Enhorabuena, hermano. Ahora que sabes lo que significa aplicar tu propio sistema de valores, sí mereces que me nombre tu custodio.

Sentí que la cordura se me escapaba sin remedio. Abandoné aquella casa para nunca volver y pasé toda la noche en vela, tratando de no mirar a ningún espejo, por miedo al monstruo que ocupaba mi lugar.
Fue entonces cuando decidí dejar de apoyar de una vez por todas la causa que Caín había hecho suya. Busqué refugio, como hombre derrotado que era, en los pilares que aún podía manifestar como mis sustentadores. Había elegido mantenerlos lo más lejos posible de aquello, pero lo que acababa de pasar en casa de Thais limitaba enormemente mis opciones.

Gabi me llamó dos días después. Le notaba extrañamente cauto, pero lo achaqué a mi percepción más que a su manera de actuar. Cuando me preguntó qué tal había asumido lo de mi novia, ante mi incomprensión me dijo que entrara en Facebook, para ver el chat que tenía con ella.

Mi novia me acababa de dejar.
Luko179129 de julio de 2014

Más de Luko1791

Chat