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Mejor Morir de Pie (secuela Indirecta de El Camino Errante)

Sábado tarde. Ella limpia la cocina, ensimismada en sus pensamientos. Las carreteras gritan el nombre de su motero, del jinete que arriesga su vida constantemente en pos de perseguir un sueño. Como en tantas otras cosas, ella es pasionaria, y prefiere ser viuda de un héroe que mujer de un cobarde.
Se agarra a su espalda, montada sobre esa bestia que tanto respeta, a la que imagina echando fuego por su futuro, y mientras el viento azota su cara, rememora el pasado. En forma de balada despeinada de unos de esos grupos ochenteros con nombre capicúa, aprovecha los momentos como este para reflexionar. No hay persona en el mundo tan cauta como ella.
Como si sintiera lástima de los que saben contemplar su belleza, la naturaleza rompe a llorar, echando por tierra las aspiraciones del motero. Esa interrupción en la titilante nostalgia de la pasionaria, provoca su ira, injusta tal vez (no me corresponde a mí juzgarlo) sobre él. Y vuelven a casa, a un hogar cada vez más apesadumbrado, donde ni siquiera su hijo les recibe. “Probablemente esté con su chica”, piensa ingenuamente.
Cuando despierta a la mañana siguiente, se ve sola en una cama en la que ni siquiera su aire de Sharon Stone puede impulsar el instinto básico. Y como si fuera una llamada, deja vagar por la ventana la mirada perdida a este mundo raro que a veces se le complica.
A la tenue luz de un cigarrillo, contempla la vida. Ella estuvo con un diablo, del que heredó una responsabilidad por la que ha trabajado sin tregua, dejando para otros las antologías de libertad y ocio. La gran heroína que ha sido su referente siempre fue aquella mujer con nombre que sabía a hierba, a la que ve reflejada en las flores silvestres de su niñez. La huella de su enseñanza, inculcada durante más de cuarenta años, fue decisiva para la pasionaria en la que se ha convertido. Un trabajo tras otro para acabar uniendo, como técnica de la metalurgia, la educación de su vástago y el no poder dejar de pensar en su motero, pese a no ocurrírsele nada.
Y entre bohemios que siguen el camino errante, y entre camaraderías de hermanos de carretera, su existencia transcurre con calma. No se queja, acepta la injusticia. De sobra sabe que es la primera en todo lo que se proponga. El mundo es suyo, y aunque tenga que saltar del agua al fuego en repetidas ocasiones, no siente más que felicidad de poder ser como es, de haber logrado que su vida saliera bien. Ha dejado atrás tiros por la culata, ha sobrevivido a cosas mucho peores que las que le queden por delante. “Que vengan”, piensa. “No pasarán”.
Y se reúne por fin con ellos. Uno recién salido de los sueños reparadores después de una noche irreal (aunque realmente no hay noches que lo sean). Otro, veterano, recién regresado con éxito de sus campañas, del valle del rock en el que se gestaba el peligro. Y ella, libertad en grado puro, irreductible defensora de los suyos. La base de esta tríada de personas tan diferentes, la legendaria vigilante del estilo de vida que se ha ganado a pulso.
Y tras un festín de victoria, trasteando en la memoria de una máquina, encuentra un escrito. Su escrito. El testamento de una pasionaria que soñando más despierta que dormida, conoce la máxima inherente a cualquier guerra librada o por librar: que siempre es mejor morir de pie.

Luko179102 de octubre de 2011

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