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Lo Abstracto Del Tiempo

A lo lejos se veía una mujer de larga melena rubia, alta y esbelta.
Venía con paso firme y decidido y por los gestos de su cara y las muecas del conjunto de su cuerpo, se podía decir que estaba enormemente enfadada y disgustada.
Cuando llegó aproximadamente al centro de la plaza, se volvió hacia atrás de repente, y su melena giró en redondo enredándose alrededor de su cuello. Había oído una voz que llamaba, o mejor dicho gritaba un nombre: LUCIAAA
La voz procedía del mismo sitio por donde instantes antes había pasado aquella misteriosa mujer. Ella era Lucia.
Lucia se detuvo y esperó a que él se situase justo delante de ella. Su cara denotaba un enorme acaloramiento y grandes dosis de cólera retenida. Sus ojos llameaban de ira y su cuerpo temblaba por tener que contenerla, pues estaban en un lugar público, en la plaza de armas de un famoso castillo medieval de Francia.
- ¿Cómo te atreves a venir detrás de mi?- Le espetó en la cara Lucia. - ¿No has tenido ya bastante? Eres un cabrón, un mal nacido. No quiero volver a verte nunca más.
- Roberto, por favor, olvídame.- Más que pedir, exigía Lucia. – Olvídame para siempre. No puedo permitir que te rías así de mí. Y tienes suerte de que estamos en un lugar público, si no te arrancaría la piel a trozos con mis propias manos. Te odio. Te odio con la misma fuerza que una vez te quise. Adiós Roberto.
Roberto, no sabía que decir. Sus facciones no se sabe bien que reflejaban, si vergüenza propia o ajena. Sus ojos dejaban traslucir su desesperación. Una tensa espera se abría camino entre ellos, a Roberto no le acudían palabras a su boca que le socorrieran en esta ocasión. En vano esperaba, pues su mente estaba totalmente en blanco. Veía ante sus ojos como el amor de su vida se le escapaba de entre las manos, y todo por un simple devaneo sin importancia.
- Lu-ci-a.- Tartamudeo Roberto. – Lo siento, de verdad, ha sido un error imperdonable, lo sé. Pero, por favor, escúchame, déjame que te explique... Por favor.
Lucia ante tal patética puesta en escena, no esperó más y actúo. Le propinó una sonora bofetada, dio media vuelta y salió de la Plaza de armas, echando chispas a la vez que profería en murmullos insultos y juramentos, a cual de ellos más obsceno.
Roberto se quedó allí pasmado. No sabía que hacer ni que decir. Desesperado se tiraba de los pelos y se retorcía de dolor hasta que cayó de rodillas, justo en el centro geométrico de la plaza. Lloraba amargamente, se ahogaba en sus lágrimas, en su vergüenza y en su desesperación.
Allí afortunadamente no había nadie, debido al mal tiempo. Soplaba un fuerte viento del norte, estaba en pleno apogeo aquel frente polar. Estaba muy nublado y el aire arrastraba pequeños cristales de hielo. Hacía mucho frío.
Cuando Roberto consiguió salir de aquel estado casi comatoso en que se encontraba, se alegro de que nadie le hubiera visto. Salió con paso lento y pesado, derrotado, de aquel maldito lugar.
Pero se equivocaba.
Toda aquella escena, de principio a fin, había sido observada por dos caballeros templarios. Desde la otra dimensión, la de los muertos.
Estaban realmente atónitos. No podían creer ni entender lo que habían presenciado.
¡Una mujer golpeando a un hombre, humillándolo! ¡Un hombre llorando, hincado de rodillas en la tierra y destrozado!
- Hermano Rodrigo,- dijo uno de ellos. – Esto es increíble, una mujer, algo a lo que nosotros tratamos peor que a nuestras monturas, avergonzando así a un hombre.-
- Si hermano Lucas, los tiempos cambian indudablemente.
El hermano Lucas estaba tan asombrado que empezó a decir:
- Se ha fijado en que ese hombre, no tiene hechuras de macho. Es seco y desgarbado. No tiene temperamento, seguro que le corre agua por las venas, en vez de sangre...
Pero el hermano Rodrigo estaba en otros pensamientos:-¡Esa mujer, qué carácter, tan delgada, tan delicada y qué energía desprende! ¡Qué poderío! ¡Y cómo pisaba, si levantaba la tierra a su paso, ni las botas del más duro guerrero hubieran levantado tanto polvo!...
- Ay, hermano Rodrigo, este mundo ya no es lo que era-. Sacudió la cabeza, meneándola hacía ambos lados. Su rostro compungido era todo un poema.
Ambos caballeros reiniciaron su marcha hacia lo que en otros tiempos eran sus aposentos, ahora eran sólo ruinas, piedras unas encima de otras, sin orden ni concierto.
En su lento pero pesado paso, ambos hermanos rememoraban los tiempos en los que realmente estuvieron vivos. Las innumerables guerras contra los sarracenos, La lucha constante por salvaguardar los santos lugares, y los secretos tanto del Santo Grial como de la procedencia de su enorme fortuna que les valió la envidia y el acoso por parte de la Iglesia de Roma.
Iba el hermano Lucas pensando en aquel hombre de pelo corto, moreno con el flequillo a modo de visera, se preguntaba si hubiese sido capaz de sujetar el peso de la armadura, el peto, el escudo y la espada maciza de hierro fundido. Era imposible para él imaginárselo siquiera montando guardia en cualquiera de las almenas de aquel castillo. Su veredicto para Roberto era: “ es una vergüenza como hombre”. Aquel castillo por el que él había dado su vida a cambio de su salvaguardia, pero todo fue inútil. El castillo cayó en manos de los infieles, gracias a la cobardía de su señor y su sequito de gallinas, desde entonces su alma quedó vagando entre los dos mundos. -¡Malditos bastardos!- susurró para si.
El hermano Rodrigo sin embargo pensaba en la mujer. Le recordaba a aquella dama, la hermana del señor, paseando por el patio de armas con auténtica desvergüenza. Una mujer con un carácter endiablado que para si hubiesen querido muchos caballeros, y que además conquistó su corazón célibe. Volvió a sentir de repente todo ese amor que tenia hacia ella, y el deseo, casi la obsesión de acariciar su pelo lacio, descuidado y apenas peinado, pero de increíble belleza.

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Días después, Lucia volvió a aquel castillo, arrepentida enormemente de haber roto con Roberto. Venia en busca de paz para su espíritu, con la vaga esperanza de que regresando allí podría encontrar el punto más idóneo para echar marcha atrás, rebobinar y volver a estar juntos, como antes.
Casualmente en ese momento el hermano Rodrigo estaba sólo, contemplándola, cada vez más firme en su convicción de que Lucia era la reencarnación de su amada.
Esta vez no pudo reprimirse. Ya no existían caballeros, escuderos, sirvientes ni señores que le pudiesen reprochar la intención de su acción. Se acercó lentamente a ella, extendió su mano hacia su largo cabello rubio, y lo rozó suavemente, pero el deseaba más, así que cojió un pequeño mechón de su pelo y lo alzó para que se deslizase entre sus dedos. Notó tal suavidad, que casi cae en un estado de éxtasis místico, como si sus cabellos fueran los de la mismísima Mª Magdalena. Después se llevo los dedos a su gran nariz y aspiró el aroma que habían dejado en su mano. No cabía en sí de gozo. Pero en ese momento tuvo miedo de la posible reacción que tuviese Lucia y decidió darse la vuelta y alejarse con el mismo sigilo que utilizó para acercarse, aunque quizás no hiciese falta, él era un fantasma: invisible e inaudible.
No se equivocó. Cuando Lucia vio que su pelo se levantaba en el aire para después volver a su lugar con la extraña sensación de que resbalaba por algún soporte invisible, se sobresaltó. Pero inesperadamente no sintió miedo, era como si sintiera la presencia de alguien que no era del todo ajena a ella. Aun que miraba y no veía nada, sus ojos sin saber por qué se fijaron en un punto en el infinito del pequeño horizonte y vislumbró vagamente la figura de alguien que se asemejaba a un monje que le estaba guiñando un ojo, con una mueca entre picarona y vergonzosa que le hizo sonreír. Su aspecto era rudo, como el de un guerrero, pero tierno y sincero.
Lucia marcó sin darse cuenta un número de teléfono en su móvil y tras oír dos tonos de llamada, surgió aquella voz que le hacía estremecer.
- ¿Diga?- dijo Roberto.
- Roberto soy yo, Lucia. ¿Podemos vernos?

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Dieciséis años después Lucia y Roberto volvieron a la plaza de armas del maldito castillo. Esta vez iban acompañados por sus dos hijos: Maria de catorce años y Adrián de nueve años.
Iban los cuatro paseando, charlando animadamente, como cualquier familia que sale de vacaciones y da un paseo matutino.
Y, por supuesto, como no, allí estaban nuestros dos hermanos templarios, bueno sus almas que seguían vagando entre la vida y la muerte.
El hermano Rodrigo reconoció al instante a aquella mujer. Ya no tenía el cabello largo, lo llevaba cortado de un modo extraño para él: la nuca al descubierto y el resto del pelo incluido el flequillo simétricamente dividido en dos mitades que le cubrían el rostro hasta la altura del cuello.
La niña que iba a su lado, era ya toda una mujer, y ella si que tenia el cabello largo y ligeramente despeinado, pero su tono era de un castaño oscuro como el de su dama.
Se acercó a María por detrás, y repitió la misma operación que hiciera con su madre dieciséis años antes.
María le dijo a su madre:
- Mama, pensaras que estoy loca, pero estoy segura de que alguien me ha tocado el pelo. –
Lucía miró hacia atrás pero no vio a nadie. A punto estuvo de decirle a María que habrían sido imaginaciones suyas, cuando de repente recordó aquella extraña visión del monje sonriendo. Volvió a mirar y esta vez fue Lucia la que le guiñó el ojo al hermano Rodrigo, que ahora, por increíble que parezca lo vio en su totalidad y completamente nítido. Advirtió amor en su mirada y un semblante de felicidad que irradiaba toda su figura. Ya podía morir en paz, ya podía dejar de ser un fantasma, María y su pelo para él fueron su salvación.
El hermano Lucas también recordaba a Roberto (aquella niña con atributos de hombre, que lloraba tendida de rodillas en el centro de la plaza). También se fijó en su hijo: Adrián.
Adrián era vivaracho, audaz, fuerte, atrevido y en su mirada creyó vislumbrar ardor guerrero. Jugaba con una espada de Ninja del disfraz de los últimos carnavales.
Al hermano Lucas le recordó a si mismo cuando le enseñaban a luchar con espadas de madera en el patio de armas del monasterio templario, cuando era un chiquillo. Meneó la cabeza sacudiéndola hacía ambos lados de la misma forma que lo hizo dieciséis años atrás. Pero esta vez su rostro reflejaba alegría y orgullo. ¡Los hombres volvían a ser hombres! Él también podía morir ya en paz.
Los dos guerreros se iban perdiendo de vista el uno al otro difuminándose poco a poco, hasta perderse para siempre. Habían conseguido ver realizados esos deseos que los hicieron vagar por ese castillo en el que perdieron la vida, durante más de 700 años.
Marinera11 de noviembre de 2010

2 Comentarios

  • Serge

    Marinera:
    Me encanto el relato, esos fantasmas gracias a Lucía y Roberto pudieron descansar en paz.

    Un gusto leerte.

    Sergio.

    11/11/10 05:11

  • Marinera

    A SERGIO: Gracias es un relato un poco fantástico, le tengo un especial cariño
    Besos

    12/11/10 07:11

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