Suele ocurrir, en la desesperanza de la tarde,
que un murmullo frágil llama a tu memoria.
Ecos del deseo más mundano, presencias en mil bocas
que nada dicen, porque nadie escucha.
Nacen poemas entristecidos, carentes de vida,
entre paréntesis de esperanza consumida
por su propia e innecesaria presencia.
No se dice nada cuando aturde el eco de mil silencios.
Palabras, que son adioses, o sinfonías afónicas de humanidad.
Han atravesado los muros de cualquier fortaleza
y caen, caen heridos por la peor de las mentiras,
esos adioses traicioneros con olor a serenidad tras la ira.
Buscas ese adjetivo que te asegure un elogio.
Haces bien, como se busca un algo que justifique tu nada.
Sin esos adioses, tan sólo pertenecemos a los saltadores del vértigo,
a quienes carecen de temor, a los no nacidos para comer
entre las tardes sin vida de un tumulto de vanidosos.
Si encontraras un adiós, vacila al repetirlo,
te transforma en eco de un mítico reiterar:
quizá mañana.
¡Tú lo sabes!
Y la levedad de cualquier instante te señala su destino.