Se murió de hambre por no amar.
Tal era su vació en el estómago que lo engullo hacía adentro igual que una implosión. Entonces, fue justo entonces, cuando perdió la razón. Ese hilo de sensatez que aguantaba la cordura se quebró sesgando la serenidad, destripándola como un trozo de tela cansada de tanto usarse.
Como un descosido en una vida sin sutura.
Y francamente, se presentó a su cita con la muerte. La conoció sentado en la vía. Pudo descubrir que su mirada era tan fría como su aliento y que el aplomo más absoluto, te posee, justo en el instante antes de morir. Que el infierno no existe y el cielo, mucho menos aún. Que la vida, mejor dicho: que la perra vida, puede ser a veces tan traicionera como la circunstancia lo requiera. Por qué si no... ¿Qué hacía un bombero paseando al mejor amigo del hombre y no era una mujer, en ese frondoso bosque en el que el tren aparece de la salida oscura de un túnel viejo, extenuado de no poder cerrar la boca, ni el culo tampoco? Salvándole.
¿Quién puede poseer la necesidad de salvar despojos de vidas?
Lo único que no quería era vivir. Y a vivir, le habían vuelto a obligar.
¡Mecagoenmivida! dijo.
Has descrito muy bien lo que es una mente despojada de recuerdos y conquistada por la desdicha y la desazón, está tan frio el corazón de un suicida, que hace tiempo que huele a muerto.
Me enantó tu forma de escribir el texto.
Un saludo.