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Crucigramas

CRUCIGRAMAS




Llevo aquí cinco horas. Nunca pensé que la sala de interrogatorios de una comisaría se pareciera tanto a las que vemos en las películas americanas. Cuelga del techo una triste lámpara con su luz tenue y amarillenta, destinada a iluminar al delincuente, dejando el resto de la sala en penumbra. Por todo mobiliario hay una mesa de madera de pino con el barniz desgastado por el paso del tiempo y acompañada de una silla que parece arrancada de un cine antiguo, de esos que aún no tenían butacas tapizadas. El color de las paredes parece adivinarse que en algún momento fue blanco, y ahora es de un tono grisáceo, producto de los miles de cigarrillos allí consumidos que han ido transformando la pintura en una capa grasienta y plomiza. Lo único que echo en falta es ese cristal que sirve para observar al sospechoso. El interior de esta falsa celda es simétrico. Como una enorme caja de cemento. Hasta la mugre parece repartida con equidad. La atmósfera está viciada porque no existen ventanas y el aire se renueva cuando se abre o cierra la única puerta existente, reforzada con una plancha de metal. Como los visitantes de este salón inmundo son ciudadanos poco ejemplares, no existe ninguna fuente de calor. Ni una estufa vieja. El frío reinante provoca sensaciones lúgubres. Creo que aquí se comienza a expiar la culpa, sea real o imaginaria. El ambiente es sórdido y sucio para el visitante y para el funcionario, nadie se acostumbra a un hábitat tan hostil por corta que sea su ocupación.
Sobre el mediodía se han presentado en mi domicilio el comisario Thompson y su ayudante el teniente Cook. Con la misma educación que severidad, me han invitado a acompañarles para hacerme unas preguntas. No me han esposado. Cada uno a un lado, han atenazado mis brazos y con paso firme me han obligado a subir a un automóvil, no recuerdo de qué marca, y sin ningún símbolo policial que lo identifique. Afortunadamente vivo solo y nadie ha tenido que ver el triste espectáculo de verme salir de mi casa custodiado por dos polizontes. Tampoco hay quien vaya a preocuparse por mi tardanza en regresar o incluso si no vuelvo en veinte años. Ventajas del lobo solitario. Durante todo el trayecto los policías han sido dos tumbas. Sólo han respondido con monosílabos para informarme que no estoy detenido. Pronto he comprendido que esperan órdenes de algún superior y quizás tampoco conocen los motivos de mi traslado a comisaría.
En mi vida he cometido un delito. Al menos de forma consciente. Así que los motivos de esta detención o lo que sea, los desconozco. Tengo ya muchos años y la experiencia suficiente para tomarlo con calma. Creo intuir que se trata de algún error. Un tipo que debe tener mi mismo nombre o idéntico número de afiliación a la Seguridad Social, habrá perpetrado alguna fechoría. Eso es fácil de aclarar. No estoy asustado, pero reconozco que algo inquieto. Recuerdo que al protagonista de El proceso de Kafka lo detienen dos tipos que acaban ejecutándolo al final, sin que a lo largo de toda la novela consiga descubrir de qué se le acusa. Pero no correré esa suerte. Soy un ciudadano anónimo que se gana la vida componiendo crucigramas y acertijos para un periódico local. Tan mediocre que veo indecente que el estado pierda tiempo y dinero ocupándose de mi. Desde hace quince años envío los crucigramas que el director inserta en las páginas finales. Las que nadie lee. Un trabajo mal pagado pero que me permite subsistir. Pese a habitar en un viejo apartamento sito entre las calles más desaconsejables de la ciudad, no me quejo; este trabajo no es duro y me permite mucho tiempo libre. Y aunque reconozco que los días de bloqueo mental, he copiado de alguna revista vieja, o mejor dicho he tomado prestada alguna idea, eso que yo sepa no es un delito. Además esos asuntos sobre plagios los solucionan los abogados y los jueces, no la policía. Reconozco la diferencia entre un proceso civil y otro penal.
Me han dicho que esperara unos minutos y ha pasado más de una hora hasta que alguien se ha interesado por mi. Ni siquiera me han ofrecido comida o tabaco. Como se dice en estos casos la incertidumbre es lo peor. Me pregunto si se tratará de una estrategia psicológica para que me derrumbe. Un individuo hambriento y solitario se debe de vender por un plato de lentejas y confesará todo lo confesable. Y si me prolongan estas condiciones estaría dispuesto a asentir cualquier acusación si no es demasiado grave.
El ayudante del comisario aparece con un bloc de notas. Se dedica a tomar datos. Una ingente cantidad de datos. Después de los personales, apunta con detalle cuanto hace referencia a mi vida y mi relación con el periódico. Insiste una y otra vez en mi forma de hacer y resolver los crucigramas. Luego se preocupa de mis contactos en el periódico y la forma de percibir mis remuneraciones. De nada sirven mis protestas para que me aclare a qué diablos se debe todo esto. Tiene un método y no lo piensa abandonar. Sus preguntas ya se refieren sólo a mi relación con el diario. Quién me paga, cuanto, con qué frecuencia acudo a la redacción. Apunta minuciosamente todos los nombres. Adivino que necesita saber si soy rico o si he cobrado sumas importantes. Cada pregunta la apoya con una mirada profunda. Quiere detectar una mueca o un tic imperceptible que me delate. Es un buen polizonte. Mejor decirle siempre la verdad, no escatimará tiempo ni medios en comprobar cuanto le diga. Le pregunto si es una investigación a nivel general del periódico o solo a mí y me contesta que no está autorizado, por ahora, a revelarlo. Cuando, por fin, rebosa su bloc atiborrado de apuntes, me agradece la colaboración y se va comunicándome que en breve llegarán sus superiores a continuar el interrogatorio.
La nueva espera se hace angustiosa. No hay que ser muy listo para percibir que están estudiando mis respuestas y cambiando impresiones con el ayudante del comisario. Todo buen policía ha de tener algo de psicólogo y les contará mis reacciones. Creo haber estado todo lo natural que se puede estar en mi situación. Crecen en mi interior la intriga y la ansiedad en igual proporción. Lo que en un primer momento tomé por unas diligencias sin relevancia, incluso rutinarias, se van transformando en un asunto de mayor gravedad. Lo advierto por los medios y las formas empleadas. Parecen llevarlo con un sigilo inquietante. Otra idea me produce desasosiego. Nadie de la redacción me ha puesto sobre aviso. Lo que parecía una actuación que afectaba al conjunto de la empresa editorial, voy comprendiendo que parece centrarse en mi persona. De haber hechos contrarios a la ley, quién iba a reparar en el personaje más insignificante y con menor poder de decisión entre un conjunto de doscientas personas.

Ahora llega el comisario Thompson junto con dos individuos que parecen ser de alto rango. No llevan uniforme, pero son militares. En sus movimientos parece percibirse cierta marcialidad cuartelera. De entrada me preguntan por si algunas fechas concretas tienen un significado especial para mí. Ante la respuesta negativa, inquieren la posibilidad de que alguien me haya aconsejado utilizar una palabra especial que necesariamente tendría que figurar en el crucigrama. No puedo contestarles sino la verdad. Son todo creaciones exclusivas de mi ingenio. No hay terceros que intervengan como ayudantes y mucho menos que nadie me imponga una palabra. ¿A quién le puede interesar tanto un crucigrama? Omito los plagios inocentes que en ocasiones me he visto obligado emplear. Me atrevo a cambiar el papel y sugerirles que ya sería hora de saber cual es mi delito. Se cruzan miradas de complicidad y, al fin, ante el asentimiento general, el coronel Rosen Blum, me revela que un montón de hechos trascendentales, algunos que ponen incluso en peligro la seguridad nacional, se han visto publicados a través de mis crucigramas. Y lo acredita abriendo una carpeta con multitud de recortes de periódico. En ellos se aprecian solo los crucigramas. De todo el conjunto siempre hay subrayada una palabra vertical. Lo más sorprendentes es que siempre el vocablo clave ocupa el quinto lugar en el orden de los verticales. No entiendo nada. Acopio sangre fría y le solicito me deje echarles un vistazo. No hay duda, son míos. El estilo es inconfundible y los reconocería viendo una sola línea.

El otro de los acompañantes del comisario, que había permanecido silencioso hasta el momento, y luego me han presentado como el general Seltz, toma la voz cantante. Su timbre de voz es grave y el tono autoritario. Está acostumbrado a mandar. Me significa que en el primer recorte aparece el nombre de una isla en la que se produjo, un día después de la publicación, una prueba nuclear secreta del gobierno. En otro recorte, figura la ciudad donde hubo veinticuatro horas más tarde, un salvaje atentado terrorista. En el tercero, también con el mismo lapso de anticipación, se nombra el puerto donde colisionan dos petroleros&.y hay más, muchos más. Todos ligados a grandes catástrofes. Parece que no hay desastre que no esté avanzado por mis crucigramas. Ante el silencio de los presentes, intento no aparentar un excesivo asombro. No quiero dar la imagen de buen actor. Creo que ellos están tan desconcertados como yo. Ahora entiendo que llevan tiempo investigando y ante los continuos fracasos han decidido interrogarme. Han mirado mis cuentas bancarias, escuchado mis conversaciones telefónicas, violado mi correspondencia y seguido a mis amistades. Si estuviera en su lugar no dudaría en pensar que estoy ante un peligroso espía. Estoy tan vacío de argumentos que mi mejor defensa es decir que no sé nada. No hay explicación posible. Me refugio en la simplicidad. Intentar dar rienda suelta a la imaginación e inventar exposiciones imposibles sólo serviría para acrecentar las sospechas. Soy consciente que estoy en sus manos. Vuelve al uso de la palabra el coronel y se interesa por la posibilidad, casi increíble, de que no asociara mis palabras con los hechos trágicos que tan próximos se daban a conocer a la opinión pública. Le respondo con serenidad que en días de inspiración compongo varios crucigramas para permanecer otros muchos días, ocioso. Además manejo millones de palabras para conseguir encajarlas y resulta imposible recordar las adecuadas. Y culmino mi defensa, a mi forma de ver convincente, diciéndoles que en ocasiones envío juntos un montón de crucigramas y el redactor jefe los va publicando en el orden que estima conveniente.
Pienso en lo irónico de la situación. Tres hombres de los más inteligentes y poderosos del país, en este lánguido recinto, se igualan con un pobre diablo. Disponen de los inagotables fondos del erario público y son incapaces de encontrar sentido a un inocente pasatiempos. En sus rostros se lee el cansancio y la preocupación. No han encontrado ningún vínculo, ni indicio entre mi persona y sus bases de datos y eso les puede suponer la degradación en sus carreras, tal vez hasta el fin de ellas. Vuelven los cuchicheos. Se han arrinconado en el vértice que desde mi óptica queda a la derecha y deliberan. Dan por finalizada su asamblea particular y el comisario me comunica que aún no han terminado conmigo. Me conmina por última vez a declarar cualquier detalle que pudiera resultar revelador. En el fondo me avergüenza volver a negar. Con cierta cortesía me abandonan anunciándome una nueva visita. Un psiquiatra colaborador de la policía será mi nuevo inquisidor. Ni siquiera protesto. Estoy famélico y agotado.



Un hombre de mediana edad, de aspecto simpático que viste de forma elegante y armoniosa, aparece un tiempo después que no sabría precisar. Enciende un cigarrillo y me ofrece. Es el primer gesto humano que veo desde el mediodía. Se presenta como el doctor Paterson. Me entrega su tarjeta de visita. Sus primeras palabras van encaminadas a ganarse mi confianza. Al principio trata sobre temas mundanos. Creo que sabe todo de mí. Ha estudiado mi personalidad a fondo. Por fin entra en materia. Dice que si conozco los escritos de un tal Jung sobre arquetipos. En cierta ocasión me parece que leí algo sobre ello, pero no me atrapó esa lectura. No sé donde quiere llegar. Ante mi ignorancia me ilustra con una pequeña clase magistral. Ciertos símbolos imaginarios ancestrales son constituyentes básicos del inconsciente colectivo. Es de suponer que los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado solicitan la ayuda de mentes científicas, por eso, debo asumir que la óptica con que Paterson enfoca la cuestión tiene su fundamento empírico, aunque escapa a mi talento comprenderla. Trato de no resultar cínico porque el loquero me ha caído bien, pero le insinúo que sería más fructífero que participara esa teoría a los polizontes. No parece inmutarse por mi sutileza. Le gusta su trabajo y está acostumbrado a tratar con individuos de toda clase. Creo percibir que he pasado a un segundo plano; no parece interesado por mí, o ya sabe cuanto necesita saber. Su hipótesis va más allá y yo soy una simple pieza en ella. No deja de ser tranquilizador. Sin saber qué pensamientos bullen en su cerebro, es fácil descubrir que nunca me ha visto como un peligro social. Al contrario que los polizontes. Confío en que imponga su criterio, sea cual sea. Consigue que me sienta protegido. Mi Van Helsing particular.
En los momentos de silencio mutuo que emplea en dibujar unos gráficos en su libreta, aprovecho para dar rienda suelta a mis pensamientos. Me admiro de preocuparme por mi suerte y no haber reparado en los sucesos prodigiosos que me revelan y de los que formo parte tan activa. Debe ser instinto de supervivencia. O que es algo tan fuera de mi entendimiento, que no lo acabo de creer. Yo, convertido en un profeta de la catástrofe. Sin embargo los profetas son tipos pretenciosos que satisfacen su ego aterrorizando a las masas. Si, por supuesto, necesitan que su audiencia sea una muchedumbre presa del pánico. Y en esa gloria de dudoso buen gusto, encuentran su sentido de ser. Y cuidan su estética vistiendo túnicas adornadas por talismanes colgados sobre su pecho. A su lado soy tan insignificante que hasta ha venido la policía a enseñarme lo que tengo delante de mis narices desde hace años y no he sido capaz de ver.
El doctor, a modo de conclusión, hace una pelota de papel con la última hoja en que había dibujado sus garabatos y se despide con palabras de aliento. Me anticipa que, desde su óptica soy por completo inocente y en breve me será devuelta la libertad, aunque antes tendré que escuchar las consideraciones de ese improvisado tribunal que ya conozco y del que él forma parte. Me tiende la mano y sale de la mazmorra con la misma cortesía con la que entró.





Ha llegado el momento definitivo. Esta vez no se han hecho esperar demasiado. Frente a mi se sitúan los cinco personajes con los que he estado tratando toda la tarde. Permanecen todos de pié lo que indica que van a ser breves. Me siento abrumado ante este improvisado juicio. Y ya deseo dicten su veredicto porque la guerra de nervios a la que me han sometido me está venciendo.
Comienza a hablar el general. Dice que por su cargo no está acostumbrado a pedir disculpas pero que, en esta ocasión es inexcusable hacerlo. El estamento militar basa sus actuaciones en el honor y mi retención durante una tarde entera merece justificarse, si bien era imprescindible, a fin de disipar las dudas que sobre mi persona existían. Continúa su alegato manifestando que he sido objeto de una minuciosa investigación por parte de las personas más capacitadas del país, sin que me puedan atribuir el mínimo indicio de traición o conspiración. Pienso en cuántas veces debe haber utilizado esas palabras ante otros reos menos afortunados que yo. Finaliza su breve discurso descubriéndome que esta misma tarde, mientras he permanecido en las dependencias policiales, mi casa también ha sido sometida a un exhaustivo registro, sin encontrar prueba alguna en mi contra. E impregnando su última frase de una magnanimidad impropia de su rango, deja paso al ilustre psiquiatra militar, el doctor Patterson quién será el encargado de versar sobre los hechos tan notables. Y su conclusión será firmada y rubricada por todos ellos, comisionados por el mismísimo ministro del interior para el asunto más grave y extravagante que han conocido en sus ya largas carreras al servicio de la nación.
El psiquiatra, un poco abrumado por tan solemne declaración, se apresura a exponer su hipótesis para romper el silencio espeso que comenzaba a provocarse.
Sin dejar de darme el tratamiento de querido señor Wattes, dedica unas breves palabras a ensalzar el gran trabajo de los militares y policías en la investigación, enfatizando en el absoluto secretismo de la misma y el respecto a los derechos individuales mostrado a lo largo de toda ella. Concluye su primera parte indicando que ha quedado fuera de toda duda mi participación en un complot y hasta niega la existencia de complot alguno. Me insta después a mantener un silencio sepulcral sobre las conclusiones de su informe, dado su carácter de secreto de estado.
Vuelve a su manido, querido señor Wattes, e inicia su soliloquio. Ocurren, a su parecer, hechos en la historia de la humanidad francamente desconcertantes. Decía Goethe que algunos acontecimientos suenan, hacen ruido antes de producirse. Y como ejemplos indicativos y constatados, cita a un poco conocido escritor inglés, M.P. Shiel que en 1896 escribe una novela sobre una banda de asesinos que siembre el terror por toda Europa quemando los cadáveres y titula su obra Las SS. Otro título profético viene de la mano de Morgan Robertson que en 1898 publica una novela en la que el más moderno transatlántico se hunde en su primer viaje al chocar en una noche de abril con un iceberg, y lo más escalofriante, el nombre del buque es Titán. Otros muchos ejemplos constatados nos han sido revelados por Dante, Julio Verne y otros, pero con esos dos es suficiente para exponer con claridad su hipótesis.
A su forma de ver, continúa, el inconsciente colectivo del ser humano es capaz de captar hechos transcendentales próximos a producirse, y esa captura se plasma a través de seres individuales que de forma inconsciente los publicitan. Es la manera de estar sobre aviso que ha creado la especie humana. Como una mutación inmaterial con el fin de la autodefensa. Sería la parte mística del proceso evolutivo. Otra aptitud, no biológica, para perpetuarnos. El mecanismo a través del cual se produce este fenómeno no está por completo desvelado, pero él apuntaría la idea que ciertas personas serían como antenas descifradoras de esos mensajes latentes en el inconsciente colectivo. Incluso la inmensa mayoría de ellos pasan desapercibidos, siendo excepciones los que conseguimos descubrir. Y termina diciendo que es muy probable que la humanidad haya evitado mayores calamidades gracias a estos presagios, si bien ha permanecido ignorante de los destinos funestos que le aguardaban.


Aquellos cinco hombres parecen satisfechos de su trabajo. Hasta contentos de mi inocencia. Van a firmar mi libertad de inmediato. Pero eso no tiene relevancia, ya me es indiferente. No me he atrevido a decirles que esta mañana envié otro crucigrama al periódico y que la palabra que ocupa la quinta línea vertical es Apocalipsis.





FIN


Parzenon6008 de noviembre de 2016

1 Comentarios

  • Parzenon60


    Me alegro mucho de que te gusten mis relatos Regina. Es todo un halago y más viniendo de alguien que escribe tan bien como tú. Nos leeemos

    18/11/17 12:11

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