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La Mojigata

En una sala de cine puedes disfrutar de una película principal y una o varias secundarias al mismo tiempo.

La primera, por la que oficialmente pagas la entrada, ocupa la pantalla de proyección. Las oficiosas surgen del patio de butacas, incluso cuando está vacío.

En aquella sesión de las 21:00h, el largometraje principal estaba dirigido e interpretado por uno de los látigos que aún azotan la estupidez de nuestro tiempo.

El bonus pack se inició cuando nuestro veterano protagonista se disponía a retozar con dos señoritas a la vez. Nada explícito, pero suficiente como para arrancar un acceso de tos nerviosa a la espectadora sentada justo delante de mí.

-#ç@$~/*^… La mojigata refunfuña algo ininteligible.

Su acompañante le pregunta, contrariado, que cuál es el problema.

-”Es que si sé que va de escenitas de éstas no vengo, vamos...”.

De éstas…

Tras el intercambio de varios coloquialismos altamente ilocutivos, deciden permanecer en la sala. Ni el restaurante, ni el coche, ni su propia casa, ninguna de las alternativas habría podido amortiguar las altas frecuencias de sus reproches. La moqueta y el sonido envolvente proporcionan el aislamiento que necesita el uno del otro, al menos por un par de horas.

Un argumento manido, demasiado visto. Mojigatos, falsos puritanos, ofendidos, hipócritas… Otros envoltorios, diferentes cronologías y localizaciones, aunque mellizos todos.

Tú, que carraspeas cuando la escena encendida te activa el chakra naranja, a ti ya te vi protagonizar otro sainete, concretamente en la exposición colectiva en la que participó mi admirado Alejandro Peñate, conceptual en el arte y leal en la amistad.

“La erótica del poder”. Sí, sólo el título ya te inquieta. Te ocurrió lo mismo hace por lo menos un quindenio. ¿O acaso era tu hermana gemela?

Dejaste cristalina tu opinión sobre la cuna del concejal que permitió alojar semejantes obscenidades, mamarrachadas y otras moderneces por el estilo en el centro cultural, espacio que pagamos todos.

Porque para ti, el arte como debe ser se circunscribe a temas decentes. Un buen paisaje, un retrato realista… ¡Anda que no hay cosas bonitas para exponer!

Ni siquiera en eso eres original. Tu gusto es el del burgués gazmoño del XIX, y no lo digo sólo por tu inclinación hacia escenas del neoclásico, por ejemplo, de Bouguereau (cuyas imitaciones encajarían perfectamente en tu abigarrado salón), sino, sobre todo, por tu doble moral. Por ese intento fallido de conjugar puritanismo y prostitución.

¿Y si te digo prostitución mediática, esa que engulles hasta la idiocia? “Touchée”, ¿no?

Continúa mirándote al espejo:

→A cambio del desembolso de tu limitado capital mental, esa telebasura que idolatras te permite no pensar. Ni recordar. Ni vivir.

→Tu única ventana al mundo te vende curvas y tú te acomplejas de tu cuerpo.

→Pagas las arcas repletas de miseria ajena con la sedicencia del título de princesa. Pero debes saber que la autoproclamación no es suficiente para mermar la inmensidad que te separa de semejante distinción, en cualquiera de sus posibles significados.

→El rédito de tanto esperpento es un mazo de goma con el que, desde el sofá, condenas todo aquello que no comprendes.

→Con el poder que te otorga creerte poseedora de una superioridad moral, y tras tomar como referencia la conducta de esos figurantes de medio pelo, decides someterte a tu propia auditoría, de la que concluyes que eres un ser libre y puro. Epítome de la distorsión más delirante.

Igual que el burgués victoriano, que se regodeaba ante lienzos de desdichados niños huérfanos y jovencitas con alfarería de Bouguereau. “¡Mi suerte es bien merecida!”.

Para que te hagas una idea, digamos que Bouguerau podría ser un equivalente a la figura que Paolo Vasile representa en nuestros días. Ambos sabían que el público sólo compra lo que le gusta. Ambos sabían a quién dirigirse. Una audiencia lega y llena de prejuicios cuyo apetito intelectual se saciaba colocándose entre medias de dos imágenes: por un lado, la de las clases más desfavorecidas; por otro, la del inalcanzable exotismo de la mitología clásica.

Y mientras el corsé de la necedad vulgariza tus días y los de los tuyos, el faro de cristal líquido alumbra el compost sobre el que construyes tu barroca medianía.

Es justo lo contrario a lo que el gran Alejandro, junto con otros artistas, aspiraba en la colectiva. Pretendía tu reflexión, tu diálogo con las imágenes, la ruptura de los antiguos significados de los iconos del poder y el éxito.

No, ni el sexo, ni la expo sobre su desvirtualización en los medios, ni las “escenitas de éstas”, ni los desnudos, ni la sátira, nada de ello es obsceno.

Obsceno es el gallinero, los bajos instintos, hurgar en la desgracia de otros. Tu adicción a la pornografía emocional.

Obscena es tu falta de higiene mental, tu afectación cuando el viento no te hace crujir el almidón de la falsa humildad.

Obsceno es pregonar, pero no practicar, aquello que los caciques de tu aldea consideran correcto.

Obsceno es condenar el onanismo y después tardar de más en enjabonarte las vergüenzas.

Obsceno es envenenar de humo el aire que respiran tus vástagos. Ignorarles. Competir con ellos en inmadurez.

Obscena es la atrofia a la que has condenado tu mente. La limitación de tu educación, tu actitud reaccionaria. Tu necesidad de respuestas simples.

Obsceno es robar libertad artística. Indignarte ante el arte por tu incapacidad de reaccionar ante un desnudo, cuando después guardas en tu teléfono una colección de fotos de tus ubres al aire. (Y digo bien, porque así se denominan las que la mano no cubre).

Obsceno es intentar aparentar 16 cuando rondas los 50. Lo tuyo no es vestir de manera creativa, sino una obsesión que habla de tu desequilibrio interior.

Obsceno es exigir sinceridad y ofenderse cuando la verdad llega de frente.

Obscena es tu actitud.

Obscena eres tú.

Patroclo23 de noviembre de 2020

3 Recomendaciones

3 Comentarios

  • Enxebre

    Un texto que destila rabia pero también mucha clase. Hablas de televisión pero en redes sociales vivimos otra gran mentira.
    Me encantó. Un saludo Patroclo

    30/11/20 02:11

  • Clopezn

    Magistral retrato de un cinismo e hipocresía endémicos en nuestra sociedad en la que con el paso del tiempo cambian los modos y las formas, pero se continúa destilando la misma pestilencia.
    Un saludo cordial.

    13/12/20 01:12

  • Enroque

    Tu texto ha conseguido dos cambios simultáneos en mi cara.
    En la parte superior el frunce del ceño, signo inequívoco de que su contenido me ha exigido concentración; un escrito de esta intensidad requiere atención.
    En la inferior has arrancado una sonrisa, porque el arquetipo que describes con esa agudeza e ironía de las que está plagado tu razonamiento, me ha recordado a más de un hipócrita e intelectualmente obsceno de los que he tenido la desgracia de conocer.

    Me ha gustado leerte, Patroclo. Solo me voy a permitir una pequeña observación sin ánimo de molestarte. Las referencias a personajes históricos para matizar o resaltar una idea son siempre bienvenidos y denotan cultura. Al igual que Quevedo se refirió a Publio Ovidio Nasón para caricaturizar a Góngora en el famoso soneto, tu referencia a Bouguereau es completamente oportuna. Mencionar, como haces, a Vasile, un empresario cuya importancia tiene un marcado carácter local, más que sumar, resta, a mi entender, porque muchos compañeros americanos que escriben y leen aquí, pueden no entender el motivo de su inclusión.
    Quitando lo anterior, te felicito por este trabajo.

    27/01/21 10:01

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