Hay una incongruencia entre la felicidad que exuda la plaza con juegos infantiles junto a la que el taxi pasa bajo el alegre sol de abril y la actitud agresiva del conductor.
-Puedo bajar la radio, no apagarla.
Me bajo al fin en Alameda con la Norte-Sur y ordeno mis plumas. Nunca paga irritarse con ellos.
-¿Me da una moneda?
Mi pelo perfecto se revuelve en un remolino. Me revuelvo y remiro al pedigüeño y escupo instantáneo: ¡No!
No es el tono que espera. Hay juego en él en vez de disculpa, exasperación, miedo o desconfianza.
Sus bonitos hombros caen, se quita las gafas de sol.
-¿Por qué no?
-¿Qué me da a cambio?
Vacila, baja la mirada. Soy lo más interesante que le ha pasado en días. Sabe que tiene que romper su récord de velocidad o me habré ido.
-¿Qué quiere?
-Béseme los pies.
-Póngase de rodillas delante de mí y toque con su frente el suelo.
Cero tolerancia para los spammers de la vida. Los que se acercan a ofrecer cosas y pedir monedas; la frase extra en la caja del supermercado y la farmacia pidiendo una donación; los volantes entregados en la calle; los objetos repartidos en el bus. el ruido de equipos de sonido y televisores y los insultos de los vecinos. las alarmas y bocinas y motores de los autos.
El pedigüeño vive en su caja, como cualquiera; le atrapó una nube mental específica que le dio ideas prearmadas de injusticia social, cultura autóctona e ideales naturalmente universales.
La felicidad... ¿dónde se compra?