Cuántos deseos y llantos consecuentes significaron todos los panaderos que nuestras vistas cruzaron. Cuando salíamos a jugar por el barrio,
y entre correteos volábamos y nos sentíamos vivos, sólo un panadero, diente de león, o como más les guste, lograba la hazaña de detenernos
en nuestro juego y sacarnos de nuestros mundos imaginarios y felices, para batallar por él, emprender la guerra en pos de obtenerlo y de ahí sólo era cuestión de cerrar los ojos del afortunado que lo obtuviese y volver abruptamente a la realidad. La casa, la escuela, la chica que le gusta, el chico que la apodaba feo en lugar de decirle lo bonita que era, el dibujito animado, todo, todo valía, todo implicaba una posible y romántica mejora. Entonces se dejaba al panadero al arbitrio del aire y se lo contemplaba con asombro en su meticulosa tarea de flotar y dejarse llevar.
Cuántos, cuántos llantos adjudicados al panadero.