El permiso que le pedí a mis sentidos, fue una hipócrita argucia de ladino.
He venido a vencerme, armadura en mano, hasta la ultima gota de semen.
La música de tus jadeos se aquieta ni bien despierto, aglomerado de arcilla vieja.
Yo pensé en caer desde el precipicio de uno de tus senos, pero me fue quitado el abismo, y baje por una escalera sinuosa, ciego y sin agujeros.
La estéril caricia del cielo pretendía ser deseo.
Callada, sentada en un madero de ataúd añejo, volviste a la vida, como vuelven los panaderos.
Pan de tu alma, pies en llaga de queso.
Todo se aja de miedo.
Manta de terciopelo de tu pelo, de tus miles de pelos, ser sin pelo.
Tu sonrisa se giró y se hizo vertical, y yo me perdí en tus labios llenos.
Saltan las olas de tus pelos a mares por todo el suelo. Que las uvas vean el reflejo de tu nácar en el cielo. Que el sol ayude a bordarle a tus tetas lentejuelas de lame negro.
Ayuda me han pedido los sordos, los ciegos y los necios, para hacer madurar los limoneros de lata, que en la ciudad se han vestido de púrpura sincero.
Calmo este secreto que es carne de un dolor añejo.
Estreno hoy zapatos de tu indiferencia, aprendo a caminar sin tus besos.
Duelen, son nuevos. Como tu indolencia, como el destierro de tus ojos, como lo que veo y no te veo.
Vacié lamiendo todo la reserva de miel de vinagre que se estaba secando en tu cuenco. Sabor a nuevo, sabor de alas vencidas por cansancio de tu silencio seco.
