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Pérdidas

Despierto. Miro el reloj; ocho en punto. La luz se filtra por las persianas, llena la habitación de rayitos horizontales de luz. Me levanto. Vuelvo a mirar el reloj; ocho y tres. Calzo las chanclas descoloridas que me han acompañado la mitad de mi vida. Me quedo un momento parado al lado de la cama, me siento sobre el borde de la cama. Así me quedo, sentado, contemplando la nada, hasta las ocho y diez. Me paso las manos por la cara. Voy al cuarto de baño. Me siento en el inodoro, recuerdo lo que pasó ayer. Susana me mira con picardía, bailamos, bebemos, reímos. Pequeñas imágenes, nada tiene sentido, todo está en desorden. Continuo escarbando en la memoria en busca de algo más claro… no hay nada. Me levanto. Abro la llave del lavabo. Pienso en el día que me espera. Cojo mi cepillo y la pasta de dientes, me quedo mirándolos. ¿Qué sería del uno sin el otro? Me cepillo. Me echo agua en la cara. Una tirita delgada de color piel tirando a trasparente cae en la superficie cóncava del lava manos. La agarro. Tiene una textura pegajosa. La estiro. No se arranca. La echo en el retrete y tiro de la cadena. Miro mi reflejo en el espejo, abro los ojos como buscando algo; un alma, quizás. Recuerdo que tengo que estar en la universidad a las nueve. Voy corriendo hasta la habitación. Miro el reloj; ocho cuarenta. Busco en el armario, me coloco lo primero que encuentro. Me calzo los zapatos que utilicé anoche; están embarrados. Ocho cincuenta. Salgo a toda carrera. Alzó la mano, ningún taxi para. Espero. Por fin uno se digna a llevarme. Es una mujer. “¿A dónde va?”. “A la Universidad…”. “Está bien”. Continuó estrujando mi memoria para que confiese lo que hice anoche; no dice más que: Olvidaste tu ensayo. “¡Maldita sea!”. “¿Perdón?”. “No, es que olvidé mi trabajo”. “Ah… Si quiere nos regresamos”. “No, continúe”. Continua. Largo silencio. “Son tres mil pesos”, dice la taxista. Le entrego un billete de cinco. Me da dos monedas de mil. Le agradezco. “Llevamos ocho horas y cincuenta minutos de este bellísimo día…”, dicen en la radio. Corro. Entro al salón. El profesor me mira. Continúa hablando. Busco dónde sentarme. Encuentro una silla en la última fila, lado izquierdo. Voy hacia ella intentando hacer el menor ruido posible. Golpeo con mi muslo derecho una silla. Chirrea. Todos voltean. “Perdón profe, prosiga”. Una mueca de desprecio se dibuja en la cara del profesor. Sonrío. Me siento. Susana bailando, Susana riendo, Susana bebiendo, Susana ya no está. “¿A dónde se fue Susana?”. El profesor dice: ¿Cierto Alejandro? Regreso de mis ensoñaciones rápidamente y le respondo que sí. Todos ríen. “Haga el favor y se retira”. No protesto. Afuera todo está en silencio. No hay nadie en los pasillos. No hay nada en mi memoria. ¿Y Susana? Me voy caminando hasta mi casa. En el camino un perro callejero me sigue, dos cuadras, antes de llegar se aleja. Miro el cielo, azul, azul como el mar, despejado, no precisamente como mis recuerdos. Entro en mi cuarto. Descalzo mis pies. Tiendo mi cuerpo sobre el suelo; está frío. La vejiga me palpita. Voy al baño. Espero. La gravedad hace su trabajo. Tiro de la cadena. Me miro al espejo. Otro pedazo de cuero se desliza por mi mejilla derecha. No me asusto. Lo cojo con la mano izquierda. Lo estiro. Es igual que el anterior, pegajoso. El estómago me cruje. Salgo a buscar un restaurante. “A esta hora deben de estar repletos”, pienso. No me equivoco. Espero sentado en el parque. Miro cómo los hippies tejen manillas. Dirijo mi mirada hacia mi muñeca en busca de la hora. El reloj no está. ¿Qué lo hice? De seguro lo perdí anoche. Maldición, ¿qué tanto pasó anoche? ¿Y Susana? ¿Quién carajos es Susana? No lo sé. Levanto la mirada. En la torre de la iglesia dice que son las dos en punto. Vuelvo al restaurante, ya no hay tanta gente. Pido lo de siempre. Como lentamente, como todos los días. Me quedo ahí unos minutos más después de haber comido. Salgo a la calle. El viento sopla suavemente, un olor a cigarrillo va en él. Me dirijo al parque. Me siento en el mismo sitio donde estaba antes. Saco una cajetilla y un encendedor. Fumo. Contemplo la iglesia. El sonido de una flauta viene flotando hasta mis oídos. Busco su lugar de origen. Lo encuentro. Una mujer de cabellos rojos toca la flauta como nunca antes había visto, me recuerda a una historia de ratas que siguen el sonido de una flauta. No soy más que eso: una rata. ¿Qué hora es? Maldita sea, verdad que perdí mi reloj. ¿Será que es Susana? No lo creo, al menos la que tengo en mi recuerdo no es así, no tiene los pelos sonrojados. Miro la torre de la iglesia. Dos treinta. Que rápido pasa el tiempo. ¿Y mis recuerdos qué se hicieron? Polvo. Tengo clases a las cuatro. Camino hasta mi habitación. Ya no me dan los pies. Me meto a la ducha y dejo que el agua caiga sobre mi cabeza por un largo rato. Espero. Nada, no hay recuerdos por ningún lado. Me coloco otra ropa, otros zapatos. Busco mi agenda, mis lapiceros. En la agenda hay un papel pegado con chicle. Unas palabras con letra ilegible. Dice algo relacionado con la caída de los recuerdos. No entiendo. Miro el reloj; tres en punto. Creo que puedo llegar a pie. Al sol lo tapan un montón de nubes, cualquiera creería que va a llover pero se equivocaría. Llego de tercero. Alguien se acerca a hablarme. No le presto atención. Se va. Lo siento, no tengo tiempo para otra cosa que no sea recordar. Nuevamente dirijo mis ojos hacia mi muñeca. Siento un tercer pedazo de piel deslizarse por mi mejilla izquierda. Lo tomo. Abro la agenda en la mitad, lo coloco ahí, la cierro. ¿Cuándo me acostumbraré a no tener mi reloj? Entra el profesor; lleva puesto un sobrero negro, unas gafas oscuras y una bufanda tejida que le cubre la mitad del rostro. Qué raro, nunca lo había visto así. Abemos trece personas. Todos simulando prestar atención. ¿Qué estará pensando esa muchacha de allá? ¿Será Susana? No, parece que no, ¿y cómo lo sé? No tengo idea. ¿Hasta cuándo durará esto? “Hasta mañana”. ¿Hasta mañana? Ah… “Hasta mañana profe”. Salgo. La calle está helada. Debí haber traído una chaqueta. Alzo la mirada hacia el cielo. Hay luna llena. Con razón. Otra vez ese ruido en mi estómago. Meto la mano en el bolsillo de mi pantalón. No tengo más que las dos monedas que me dio la taxista. ¿Con esto qué me alcanza? Un par de empanadas. Bueno, eso será mejor que nada. Compró dos y una gaseosa. Ahora voy rumbo al parque; al de siempre, como si no hubiera otro. Llevo la mirada baja. Miro un pedazo (bastante grande) de piel en el andén. Me detengo un momento. Continúo. No hay mucha gente pero sí mucho frío. Levanto la mano. Pasa un taxi. No para. Recuerdo que no tengo dinero. La bajo. Camino con las manos metidas en los bolsillos. Subo las escaleras. Abro la puerta de mi cuarto con mucha dificultad, me tiritan las manos. Están heladas. Me quito los zapatos. Busco otra cobija. Me coloco un par de medias y un saco. No me quito nada. Me meto bajo las dos cobijas. Cierro los ojos. Sueño: Es ella pero, a la vez, no lo es. Una figura de una mujer se bambolea de un lado a otro. Me mira, no tiene rostro. Baila. Ríe. Fuma. La veo sin entender nada. Sonrío. Intento bailar como ella. Ahora estoy arriba, observo todo. Que escena tan ridícula. Unas campanas suenan a lo lejos. Una, dos, tres, cuatro, cinco veces. La mujer (¿Susana?) deja de bailar. Su rostro (¿Cuál rostro?) se torna triste. Llora. Del cielo comienzan a caer cascaras por montones. El aire se contamina de un olor a mandarina. Tic, tac, tic, tac, tic, tac. Me apretó los oídos con las manos. Ahora (ella) ríe, ríe malévolamente. Luego se escucha un grito gutural que viene de abajo, como del infierno. Ya no hay cascaras en el suelo. Alguien me dice al oído: “¿Qué hora es?”. Despierto. La luz blanca de la luna me pega en todo el rostro. Me siento en el borde de la cama. Oculto el rostro entre mis manos. Las alejo. Están llenas de piel, parecen escamas; brillan con la luz blanca de la luna. Volteo mi cabeza. La cama está igual. Repleta de cuero. Piel transparente. Por primera vez en todo el día me invade el pánico. Corro al cuarto de baño. Me miro en el espejo. Tengo el mismo aspecto que Susana. ¿Cuál Susana? No tengo rostro, no tengo reloj, no tengo recuerdos, no tengo piel. Todos los músculos de mi cara se mueven al tiempo, rojos, palpitantes, aterradores. Grito. Me tapo la boca con las manos. Están en el mismo estado, despellejadas. ¿¡QUÉ CARAJOS ES ESTO!? Tiene que ser un sueño. Sí, debe ser eso, un simple sueño. Intento pellizcarme. Cuando veo mi brozo todo lleno de tiras de carne roja me arrepiento. Dudo. Me toco el antebrazo con el índice. No me duele, no siento nada, es como si no lo hubiera hecho. Me pellizco. Una, otra y otra vez, cada vez con más fuerza. Nada. Esto no es un sueño. Debe ser una pesadilla, he oído que en las pesadillas los pellizcos no sirven. Es absurdo. ¿Y ahora qué voy a hacer? Regreso a la cama. Escucho un grito en el piso de arriba, parece un aullido. ¿Cómo van a reaccionar las personas al verme? No puedo salir, no, no puedo, nunca más. Me quedaré aquí, encerrado, hasta que muera de hambre… espero sea pronto; no soportaría verme los músculos pegarse a mis huesos. Otro grito. Salgo de la cama. Miro por la ventana, no hay nadie en las calles. Que extraño. El sol empieza a despuntar. Un lucero lucha contra ese sol rojizo. Pierde. Regreso a la cama. Tengo clase a las siete treinta, no importa. Otro grito, ahora en el piso de abajo. ¿Lo que hice antes de ayer tiene algo que ver con esto? No lo creo. Tres gritos más, al tiempo. No, definitivamente no. Esto es otra cosa. ¿Qué cosa? No estoy seguro pero creo que a partir de hoy TODO cambiará.
Royca15 de marzo de 2016

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