El aire, acompañante eterno, húmedo y viajero, se extingue en el ardor de la tensión y la angustia. El olfato sólo capta la sensación de un resquicio luctuoso. La contaminación del fracaso se adueña de unas paredes que no perdonan, son reflejo de la idiotez y la impotencia. Los segundos se convierten en minutos, y los minutos en más minutos, porque aquí las horas no tienen fin.
Preguntas retóricas inundan a los oprimidos. Preguntas que no pueden salir porque el miedo no lo permite. La melancolía es aplastante y el llanto inevitable. El temblor es el reflejo del pulso que llena las arterias de unos corazones rotos. ¿Por qué este castigo? ¿Por qué no termina nunca?
Rígor mortis aparece y confirma lo obvio; el futuro será mucho peor que el presente. Y este pensamiento crea un bucle que con cada ciclo desgarra la esperanza, ya de por sí casi nula.
Entonces, cuando no queda una brizna de sangre caliente, y el hedor de la podredumbre se desata por doquier, las almas piden clemencia, y el éter universal la concede, no sin antes recordar que, la sensatez, habría evitado la zozobra.